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Capitulo 2: Amenaza tras la brisa

Escrito por: Hogger

26 días
4241 palabras
La noche había sido larga y húmeda. Diego no había bajado a su catre. Había permanecido en la cubierta, no lejos del mástil de mesana, donde Pedro seguía atado, con su cuerpo aún en pie únicamente por la rigidez de las cuerdas. Diego se acomodó entre sogas enrolladas y lonas mojadas, apenas dormitando en intervalos breves, con los ojos entrecerrados y los sentidos en guardia.
Cuando despertó, el cielo estaba comenzando a aclararse en el horizonte, y la cubierta se hallaba en un silencio expectante. Jonathan Hale ya se encontraba allí, agachado junto al muchacho, con su caja de instrumental abierta a un lado y los dedos firmes manipulando vendajes y aceites con la precisión de siempre. Pedro ya no estaba de pie: el médico había aflojado las cuerdas lo suficiente como para que se arrodillara, aún atado por las muñecas al mástil y el rostro hundido entre los brazos.
Unos pasos más allá, el otro prisionero —al que todos llamaban “Mayor”— también había sido bajado. Seguía atado, pero ahora se encontraba de rodillas, desplomado contra el tronco con la cabeza ladeada y la respiración apenas perceptible. Las marcas del látigo aún abiertas surcaban su espalda como raíces hundidas en la carne. Jonathan no lo miraba.
Fue entonces cuando Diego oyó los pasos. Edward Blackridge apareció desde la escotilla con su andar controlado, cruzó la cubierta con un vistazo rápido y se detuvo frente a Diego sin decir palabra. Un simple gesto de cabeza, escueto, bastó para indicarle que su vigilancia había terminado. No era una invitación, era una orden sin palabras. El capitán no se detuvo a observar los vendajes, ni a dar nuevas instrucciones. Cumplido el mensaje, desapareció tan rápido como había llegado.
Jonathan, sin alzar la vista, continuó su labor sobre el vasco con la misma eficiencia imperturbable. Sus manos eran ajenas a la moral.
Diego se incorporó lentamente. Se dirigió hacia el mástil donde yacía Mayor, examinando de cerca el estado del prisionero. El cuerpo seguía caliente, aún vivo, aunque muy lejos del mundo que lo rodeaba. Fue entonces cuando Jonathan, sin desviar la atención de lo que hacía, murmuró con voz hueca que tenía órdenes estrictas de no atenderlo. Sin apartar los ojos de su trabajo, añadió que si realmente quería hacer algo útil, podía orinarle en las heridas: el amoniaco, dijo con frialdad, podía retrasar la infección sin contrariar a nadie.
Diego no respondió. Se quedó unos segundos en silencio, luego se acercó al mástil. Aflojó la solapa del pantalón, con la resignación de quien cumple una tarea mecánica, y orinó sobre las heridas abiertas de la fuerte espalda del hombre. El líquido dorado y tibio descendió lentamente por la piel rota, arrastrando mugre y sangre seca. Mayor se despertó. No hubo gesto de humillación por parte del preso, pero si de satisfacción física involuntaria por parte de Diego, pues ademas de ser la primera micci...
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Capitulo 2: Amenaza tras la brisa

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