A sus órdenes, señor amo llll. Sucio en el norte

La finca de Navarra estaba sumida en el silencio frío de la noche, el viento helado soplaba entre los árboles y el murmullo de las hojas llenaba el aire. Pero dentro del granero, la atmósfera era un mundo aparte: caliente, húmeda, electrificada por la tensión que vibraba entre dos cuerpos y voluntades. Aarón esperaba, de pie junto a una mesa robusta de madera, sus ojos azules clavados en Enrique, que acababa de desnudarse sin vacilar, ofreciendo su cuerpo al amo con una mezcla perfecta de nervios y ansia.

—Ponte de rodillas —ordenó Aarón con voz firme, marcando el ritmo y el poder.

Enrique obedeció, sintiendo la piedra fría contra sus rodillas, la presión que lo anclaba al suelo, la mirada penetrante de Aarón quemándolo con su intensidad. Aarón acercó una vara fina de avellano, rozando la piel desnuda del empresario. Los primeros azotes fueron suaves, un tanteo para medir, para excitar, para establecer un dominio silencioso pero absoluto. La piel comenzó a colorearse con surcos rojos, y Enrique gimió, mezclando placer con dolor.

—Cada marca en tu cuerpo es un testimonio de tu sumisión —musitó Aarón, acariciando las zonas rojas con los dedos—. Y cada una te acerca más a la recompensa que mereces.

La vara golpeaba ahora con mayor fuerza, constante, ritmada, haciendo vibrar cada nervio en la piel de Enrique. Él arqueaba la espalda, apretaba los dientes y soltaba jadeos bajos, entregado al castigo que le abría las puertas del placer más oscuro. La mezcla de dolor y excitación le hacía arder por dentro.

—Levántate —ordenó Aarón, y con habilidad ató las muñecas y los tobillos de Enrique al banco de madera que dominaba el centro de la estancia.

El empresario quedó inmóvil, expuesto, vulnerable, un juguete en manos del amo. Aarón recorrió su cuerpo con las manos, sus labios, dejando un rastro de caricias ardientes sobre la piel marcada. Besó cada herida, cada surco, cada parte virgen todavía sin tocar por el castigo.

—Ahora empieza el verdadero juego —dijo Aarón, desnudándose lentamente, mostrando el torso fuerte y firme, con una mirada de hambre y dominio—. Esta noche, serás mi esclavo absoluto.

Sin previo aviso, se posicionó tras Enrique y penetró con fuerza. Cada embestida era un golpe de poder, una afirmación brutal del control. Enrique gritaba el nombre de Aarón, mezclando dolor y placer, sintiendo cómo su cuerpo se rendía a la voracidad del amo.

—No pares de gritar mi nombre —ordenó Aarón con voz ronca—. Quiero que todos sepan quién es tu dueño.

La intensidad de la penetración creció, rápida, implacable, hasta que ambos se hundieron en una tormenta de placer y gritos. Aarón entonces se apartó y, con un gesto frío, le mostró el móvil: una transferencia de cien mil euros a su cuenta.

—Tu recompensa, puta rica. Pero aún queda lo mejor.

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