A sus órdenes, señor amo I. Sucio y rico

El despacho de Enrique siempre olía a cuero caro, café fuerte y poder. A sus 46 años, presidía una de las firmas financieras más importantes del país. Siempre impoluto, siempre firme. Un hombre de rutinas, de palabras medidas. Nadie se atrevía a tutearlo. Nadie… excepto él.

Aarón tenía 23, la piel morena de alguien que vive al sol y unos músculos tallados en obra. No sabía de corbatas ni de balances, pero sí sabía leer las miradas. Y la de Enrique, la primera vez que lo vio entregándole unos paquetes en su casa de campo, decía: hazme tuyo.

—¿Le firmo esto, jefe? —preguntó Aarón, medio burlón, mientras se sacaba el bolígrafo de detrás de la oreja.

—Sí… sí, claro. —Enrique tomó el papel con manos temblorosas.

—No sabía que los ricachones también temblaban.

El empresario no respondió. Solo bajó los ojos, humillado… y excitado.

Aarón lo notó. Se le encendió algo. Esa noche volvió. Sin invitación. Sin preguntar.

—Arrodíllate.

Y Enrique, que daba órdenes a jueces y ministros, obedeció. Cayó de rodillas en su propio salón, alfombra persa bajo las manos, esperando como un perro fiel.

Aarón se desabrochó el pantalón sin decir una palabra. No tenía prisa. Disfrutaba cada segundo de esa entrega. Lo agarró del pelo, forzándolo a mirar su entrepierna abultada.

—¿Esto quieres, viejo cabrón?

—Sí, señor… por favor…

—Llámame amo.

—Sí, amo.

Aarón se rió con placer. Le empujó la cabeza y Enrique se tragó lo que pudo. Tosió, babeó, pero no se apartó. Estaba en el cielo.

—Así me gusta. Que trabajes de verdad. Como un becario barato.

Lo arrastró al suelo, le rompió la camisa de seda sin cuidado. Botones volando, dignidad deshaciéndose. Le dio una bofetada suave.

—Eres mío ahora, ¿lo entiendes?

—Sí, amo.

—Ponte en cuatro.

Lo hizo. Su traje Armani, arrugado contra el suelo. Sus nalgas tensas, ya húmedas. Aarón escupió en su mano y se lo metió de golpe. Sin aviso. Sin dulzura. Y Enrique gritó, pero no pidió que parara.

El joven lo folló sin piedad, agarrándolo de las caderas como si fuese ganado. Enrique se corría sin tocarse, con cada embestida más salvaje que la anterior.

—¿Quién manda aquí?

—¡Usted, amo! ¡Usted manda!

—¿Quién eres tú?

—¡Su puta, amo! ¡Su puta rica!

Aarón se vino dentro de él con un gruñido animal. Lo dejó temblando, vacío, satisfecho.

Después, mientras Enrique yacía en el suelo jadeante, Aarón se encendió un cigarro y dijo:

—Mañana te espero en tu despacho. En cueros. Y sin corbata.

Y el empresario solo pudo asentir, sonriendo con lágrimas de placer.




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