Escrito por: _slave26_
790 palabras
El clac del cerrojo retumbó en la pequeña celda de azulejos. Un sonido bueno. Un sonido final. El mundo de fuera, con su ruido de mierda y sus jefes gilipollas, se quedó al otro lado. Aquí dentro, solo estábamos él y yo. Y mis reglas. El aire, cargado del vaho agrio de la orina y el pino barato, me llenó los pulmones. Era el olor de mi territorio.
Se quedó quieto, el niñato, con sus ojos de ángel asustado. Esa puta pasividad me encendió una mecha de rabia en el estómago. Odiaba esa pinta de pijo, esa ropa oscura que intentaba ocultar al niño bien que era. Empecé por ahí. Le arranqué la cazadora con un tirón que le hizo tambalearse. La tela crujió. Un buen sonido. Luego la camiseta. Se la desgarré por el cuello, disfrutando de la facilidad con que se rendía. Quería borrarlo, quería destruir la cáscara y llegar a la carne.
Cuando le arranqué los vaqueros y cayó la última prenda, su cuerpo quedó expuesto bajo la luz agónica del fluorescente. Piel blanca, jodidamente lisa, sin un solo pelo. Como un puto muñeco de porcelana. Una provocación. Una superficie perfecta y limpia que me suplicaba a gritos que la ensuciara, que la rompiera. Un asco y un deseo violentos se me anudaron en la garganta.
Lo empujé de rodillas. El golpe seco de sus huesos contra los azulejos sucios me supo a gloria. Se dejó caer sin un quejido. Se desabroché el pantalón, la polla ya dura como una piedra, palpitando de rabia y necesidad.
—Abre la boca —ordené.
Me agarré el pelo y le enterré la cara en mi entrepierna, restregando su boca y su nariz contra la maraña de mi vello púbico. Quería que se asfixiara con mi olor, un olor animal, a sudor y a macho. Sentí su piel suave y lampiña contra la mía, áspera, y un gruñido me subió por el pecho. Era la profanación de su pureza de mierda. Le metí la polla en la boca hasta el fondo, una y otra vez, ahogándolo, sintiendo cómo su garganta se contraía inútilmente. Cada arcada era una victoria.
Después de un rato, lo aparté con un empujón. Estaba jadeando, con los ojos llorosos. Patético. Cogí su bóxer del suelo, hecho un gurruño, y se lo hundí en la boca con el puño. Que se ahogara. Que no hiciera ruido.
Lo levanté y lo estampé de cara contra el espejo rajado.
—Mira —le siseé al oído, mi aliento caliente contra su piel fría—. Mira lo que te voy a hacer.
Vi nuestro reflejo: su cara de pánico deformada por la mordaza; la mía, una máscara de pura furia. Entré en él de una sola embestida. Sentí el desgarro. Un sonido húmedo y un espasmo violento de su cuerpo. Jódete. Empecé a moverme, a un ritmo brutal, sin descanso. Toda la mierda del día, de la semana, del curro, del mundo, la estaba descargando dentro de este puto agujero.
—¿Te gusta, maricón? —gruñí, aunque sabía que no podía responder—. ¿Te gusta ser mi puta? Toda la rabia que acumulo...
La Ley de la Bestia
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