Sumiso en mi propio hogar (Parte 1 de 2)

Despertaste después de una noche casi sin dormir. El sofá incómodo, la espalda molida y, sobre todo, el eco de los gemidos de tu mujer y el maduro atravesando las paredes. Apenas lograste pegar ojo: cada estallido de placer que salía del dormitorio era un recordatorio, una punzada directa de humillación en la polla encerrada.

Cuando por fin el silencio llegó y el cuerpo se rindió al agotamiento, sentiste esa mezcla de rabia, derrota… y morbo sucio. Amaneciste con la cara pegada al respaldo, la jaula crujiendo cada vez que te dabas la vuelta, la casa oliendo a sexo de otros.

Al poco de clarear, oyes ruido: tu mujer se levanta antes que tú. Escuchas la puerta del baño abrirse; entre sueños decides que tienes que hablar con ella, aclarar tu sitio en todo esto. Caminas todavía en calzoncillos y ves la luz encendida.

La puerta del baño está entreabierta. Ella, con el vestido de fishnet tirado en el suelo, sentada sobre la taza, despeinada y medio dormida, ni se molesta en taparse. Cuando te acercas, ella te mira con una expresión entre cansada y satisfecha, sigue haciendo sus necesidades con total naturalidad, tirando al morbo.

—Menuda noche, ¿eh? —murmura, riendo bajito—. Espero que te acostumbraras al sonido…
De pronto, antes de que puedas contestar, llega él. El maduro, desnudo, polla dura como una vara, apenas tapándose con una bata mal cerrada. Te aparta de un empujón seco, sin ni mirarte.

—Circula, cornudo. Aquí los hombres entran primero.

No tienes más remedio que retroceder mientras él se planta frente a tu mujer, que sigue sobre la taza, mirándole con esa mezcla de adoración y entrega absoluta. Ella abre la boca y él, sin piedad, le mete la polla dentro. Empieza a follarle la boca ahí mismo, con fuerza, sujetándole la cabeza.

—Venga, trágatela toda, como una buena puta de baño.
Ella apenas puede respirar, pero le aguanta el ritmo. El maduro te mira por encima del hombro, con una sonrisa asquerosamente triunfadora.

Después de un par de minutos, se detiene. Ella jadea, luego él, sin sacarla de la boca, empieza a mearle adentro, sujetándole la nuca, asegurándose de que se lo trague todo. Ella cierra los ojos, lo recibe, ni se inmuta. Cuando termina, la mira y le pellizca la mejilla.

—Eso es, preciosa. Así se empieza bien un día de sumisión de verdad.
Después, sin avisar, le vuelve a follar la boca duro, hasta correrle en la garganta, obligándole a tragarse hasta la última gota. Ella, aún sentada en la taza, se limpia la boca con el dorso de la mano, disfruta la humillación sin disimular, sabiendo que tú no puedes hacer nada.

Cuando acaba, él se mete a la ducha, todavía con la polla colgando, satisfecho, y tú te quedas en el pasillo, viendo la puerta entornada, sabiendo que tu papel es el de testigo, siervo y espectador inútil.

Sale del baño con la toa...