El macho se apodera de mi casa

El día de la siguiente cita, algo ha cambiado en el aire desde primera hora. Tu chica está eléctrica, nerviosa pero más deseosa que nunca, chateando sin parar por Telegram. Te acercas de reojo, ves la pantalla: el maduro le ha dado instrucciones claras. Quiere que lo reciba “como la puta que es”. Ella obedece, casi ansiosa, y se arregla para él: solo un vestido de fishnet rosa que la deja completamente expuesta, el cuerpo sólo cubierto por la trama del tejido, sin ropa interior, los pezones y el coño a la vista, unos tacones altos y ni una pizca de vergüenza.

Tú estás allí, con el cinturón de castidad puesto, aún más humillado por cómo tu chica ha asumido su papel. Cuando suena el timbre, ella ni titubea: se planta delante de la puerta, se recoloca el escote, y abre, luciéndose y sonriendo atrevida.

Él entra, la recorre de arriba abajo con la mirada y suelta sin rodeos:

—Así sí. Por fin entendéis cómo va esto. Una puta enseñando lo que es y un cornudo mirando, sin siquiera poder tocarse.
Le da una bofetada suave en el culo y le gruñe al oído:
—Hoy no eres ni su novia ni su pareja. Eres sólo mi puta. ¿Entendido?
Ella asiente, los pezones duros, la piel erizada, completamente entregada.

El maduro te mira con desprecio, se deja la chaqueta en tus brazos.
—Llévala. No me molestes, sólo mira.

Se la lleva al salón, la tumba en el sofá, separa las piernas y le mete los dedos en el coño, mirándola fijamente. Le escupe encima, la llama de todo menos bonita: “putita, salida, vete memorizando tu nuevo sitio en esta casa”. Ella gime, grita, se revuelca, disfruta con cada insulto.

Luego la pone a cuatro patas en la alfombra, se baja los pantalones y le da la polla en la cara, marcando territorio. Le ordena que la chupe bien profunda, sujetándole el pelo. Te mira de reojo y suelta, burlón:
—¿Ves lo que es el deseo de verdad? Tú sólo puedes mirar cómo tu propia casa se convierte en mi puticlub privado.
Ella se deja humillar sin protestar, abriendo la boca todo lo posible mientras él le folla la garganta a su ritmo, usándola, escupiéndole, dándole palmadas en la cara.

Cuando ha terminado, la pone en pie y, delante de ti, la hace girar para ver todos los ángulos del cuerpo en ese vestido de red. Le da otra nalgada y le dice:
—Ve a la cocina y tráeme una copa, así, como la puta de la casa, que todos vean lo que eres.
Ella obedece encantada, sin taparse, sintiendo las miradas incluso aunque no haya testigos, disfrutando de la humillación. Él te mira y, sin vacilar, suelta la bomba:

—A partir de hoy, voy a vivir aquí. Esta casa ya no es vuestra: es mía. Ella es mi puta personal y tú eres mi sirviente.
Se abre la cremallera y la saca otra vez, llamando a tu chica con un gesto para que se arrodille y le chupe los huevos, ordenándole que lo repita en voz alta: