Cooper madrid 2003

Relato generado por IA a partir de una experiencia real
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Nunca había sentido esa mezcla de ganas y terror. Tenía 18 años, esa noche conseguí reunir el valor y plantarme delante del local, con los nervios rebosando y el corazón desbocado. Llamé a la puerta, rezando para que nadie abriera… pero el típico portero, un pureta enorme, calvo, mirada de malas pulgas, abrió con gesto seco.

—¿Edad? —me gruñó, escudriñando mi cuerpo como si oliera la novatada a kilómetros.
—Dieciocho… —susurré, apenas creyéndomelo yo mismo.
Me miró de arriba abajo y se rió, como si ya supiera que estaba regalándome a los leones.
—Pasa. Aquí los primerizos lo demuestran entrando como dios te trajo al mundo. Desnúdate ahí en la puerta —ordenó, señalando un perchero lamentable.
Le solté, casi suplicando:
—Eh… solo venía a ver el ambiente, a tomar una copa en la barra…
El portero ni pestañeó, sólo soltó un “ya…” lleno de sorna, seguro de que rendiría antes de que pudiera dar media vuelta.

Con las manos temblando, me bajé la camiseta y los pantalones, hasta quedarme en calzoncillos. Otro bufido.
—Todo fuera, chaval.
Tuve que sacármelo todo. Al dejar la ropa en el perchero y quedarme completamente desnudo bajo esas luces, sentí ese primer choque de humillación y miedo que se te mete en el pecho y no suelta.

Entré. Dentro, todo en penumbra; en la barra se alineaban tres o cuatro tipos mayores, uno ya con pinta de buitre, y otros dos paseando, despacio, mirándome descarados arriba y abajo. Me senté encogido en la barra, apenas respirando, sintiendo sus ojos recorrerme como si estuviera expuesto en un escaparate. El camarero —otro tío de cuarenta y pico, con barba de dos días y camiseta ajustada— se me acercó sonriendo:

—¿Qué te pongo, guapo?
—Una copa, lo que sea… —susurré, incapaz de mirar a los ojos.
—Estás muy tenso, eso aquí se aprovecha —dijo el camarero acercándose más, posando los brazos en la barra y bajando la voz para que sólo lo oyera yo—. Después de la copa, ve al fondo y déjate llevar.

Sentí que me ardían las mejillas, tragué saliva y agarré el vaso como si fuera un salvavidas. Los hombres en la barra no me quitaban ojo. Uno le pegó un codazo al otro y cuchicheó, riéndose, mientras me miraba los pezones y las piernas.

Por fin reuní el valor para avanzar al fondo del local, donde apenas había luz: la tela negra del cuarto oscuro colgando haciendo de umbral, el aire denso y caliente, olor a sudor y sexo, casi ningún ruido salvo olas de respiración. No veía una mierda. Iba tanteando con las manos a ciegas, palpando las paredes y buscando signos de vida. Me creía solo ahí, temblando, a punto de dar media vuelta, cuando choqué con un cuerpo.

—Perdón… ¿estamos solos? —pre...