Tumbado en la cama de Miguel, con su brazo aún rodeándome, mi cuerpo era un mapa de sensaciones: dolor, placer, agotamiento. Pero algo en mi interior seguía encendido, una chispa que no podía apagar. Había saboreado la sumisión, y aunque mi orgullo de Alfa luchaba por resurgir, la verdad era innegable: quería más. Miguel lo sabía, lo veía en mis ojos, en la forma en que mi respiración se aceleraba cuando me tocaba. Pero esa mirada posesiva suya, cargada de celos por Lucas, me advertía que no estaba dispuesto a compartir.
—Duerme un poco —dijo, su voz baja pero autoritaria—. Vas a necesitar fuerzas.
No discutí. Cerré los ojos, pero el sueño fue breve. Desperté con él encima de mí, sus manos sujetando mis muñecas contra el colchón, su aliento caliente en mi cuello. La luz de la luna se filtraba por la ventana, bañando su rostro en sombras. No dijo nada, solo me besó, un choque de labios y dientes que me dejó sin aire. Sus celos seguían allí, alimentando cada movimiento.
—Piensas que esto acabó, ¿verdad? —susurró, mordiendo mi oreja—. No, Diego. Voy a grabarme en ti hasta que no puedas pensar en nadie más.
La Nueva Sesión
Me levantó de la cama y me llevó de vuelta a su sala privada, donde el aire olía a cuero y cera. Esta vez, no había cruz ni mesa, solo un arnés de suspensión colgado del techo, cuerdas negras brillando bajo la luz roja. Me empujó hacia él, atando mis muñecas y tobillos con nudos precisos, dejando mi cuerpo suspendido a unos centímetros del suelo, vulnerable y expuesto. La tensión en mis músculos era intensa, pero la anticipación era aún mayor.
Miguel se movió a mi alrededor, lento, deliberado. De una caja metálica sacó una vela encendida, la cera goteando en su mano sin que él siquiera parpadeara. Inclinó la vela sobre mi pecho, y el primer chorro de cera caliente cayó sobre mi piel, arrancándome un siseo. El calor quemaba, pero se solidificaba rápidamente, dejando una sensación punzante que me hizo arquearme. Siguió, trazando líneas de cera por mi torso, mis muslos, acercándose peligrosamente a mi entrepierna. Cada gota era un desafío, un recordatorio de su control.
—¿Quieres que pare? —preguntó, su tono burlón mientras dejaba caer cera justo encima de mi ombligo.
—No —jadeé, mi voz temblorosa pero decidida.
Sonrió, dejando la vela a un lado y tomando un bastón de bambú. El primer golpe aterrizó en la parte trasera de mis muslos, un dolor agudo que me hizo gruñir. No se contuvo, alternando golpes precisos entre mis piernas y mi espalda, cada impacto enviando descargas eléctricas a través de mi cuerpo. Mi piel ardía, pero mi excitación crecía, traicionándome con cada gemido que escapaba de mis labios.
Entonces, se acercó, sus dedos recorriendo las marcas frescas en mi piel. Sacó un pequeño frasco de aceite y lo vertió sobre mi entrada, sus dedos deslizándose dentro de mí, abriéndome co...