Casi seis meses después de aquella noche en la montaña, la sombra de Adrián seguía persiguiéndome. La obsesión por saber si él sentía lo mismo, si alguna vez pensaba en mí, se había convertido en un peso constante. Mis amigos, preocupados, me habían llevado a la costa para despejarme, y aunque las risas y el mar ayudaron, al volver a la ciudad, el vacío regresó. Decidí que necesitaba un cambio más profundo, algo que me obligara a soltar su recuerdo. Elegí los Dolomitas, en Italia, un destino de montañas imponentes y paisajes que prometían renovarme. Iba solo, con una mochila ligera y la esperanza de dejar atrás a Adrián de una vez por todas.
Los primeros días en los Dolomitas fueron un alivio. Caminaba por senderos rodeados de picos afilados, prados verdes y lagos que reflejaban el cielo como espejos. La soledad me sentaba bien; el esfuerzo físico silenciaba mis pensamientos, y el aire fresco parecía limpiar algo en mi interior. Me hospedé en una cabaña pequeña en un pueblo cerca de Cortina d’Ampezzo, donde pasaba las noches escribiendo o mirando las estrellas, intentando convencerme de que podía seguir adelante.
Una tarde, tras una caminata agotadora hasta un lago de aguas cristalinas, entré en un refugio rústico para descansar. El lugar estaba lleno de vida: mochileros charlando, el olor a café y madera quemada, un ambiente cálido que contrastaba con el frío exterior. En una pared, un corcho rebosante de fotos, notas y postales captó mi atención. Era un mosaico de recuerdos dejados por viajeros: instantáneas de cumbres, mensajes garabateados, promesas de volver. Me acerqué, atraído por la idea de dejar mi propia marca.
Entonces, una foto destacó entre las demás. Era una imagen de un amanecer sobre una montaña, con la luz dorada derramándose sobre un pico nevado. Algo en el encuadre, en la forma en que capturaba la quietud del momento, me golpeó como un relámpago. Mis manos temblaron al tomarla del corcho. La giré, y allí estaba, escrito con tinta negra: Adrián R. Y debajo, una fecha: hace apenas una semana.
Mi corazón se detuvo. Era él. La inicial de su apellido no era mucho, pero era una pista, un hilo del que tirar después de meses de nada. Miré la foto otra vez, buscando algún detalle que me diera una pista: ¿dónde fue tomada? ¿Estaba aún en los Dolomitas? La idea de que había estado aquí, tan cerca, me mareó. ¿Había dejado la foto por casualidad, como un gesto más de viajero, o era algo más? ¿Un mensaje? ¿Una señal?
Pregunté al dueño del refugio, un hombre mayor con acento fuerte, si sabía algo de la foto o de quién la había dejado. Se encogió de hombros, diciendo que decenas de personas pasaban por allí cada semana. “Los montañistas siempre dejan cosas así”, dijo, señalando el corcho. Regresé a mi mesa, con la foto en la mano, sintiendo una mezcla de euforia y desesperación. Adrián estaba vivo, real, y había estado aquí. Pero, ¿y...