Los días se convirtieron en semanas, y la búsqueda de Adrián se transformó en una obsesión que no podía controlar. Cada noche, después de un día agotador en el trabajo, me sentaba frente a mi portátil, con una cerveza a medio beber, navegando por redes sociales, foros de senderismo, incluso páginas de fotografía de naturaleza. Probé combinaciones imposibles: “Adrián fotógrafo montaña España”, “Adrián barba senderismo”, “Adrián ojos verdes”. Busqué en grupos de montañismo, pregunté con discreción en un par de foros, describiéndolo vagamente para no parecer un acosador. Nada. Era como si la montaña se lo hubiera tragado, como si solo hubiera existido en ese collado, bajo las estrellas.
Mi cabeza era un torbellino. No solo quería encontrarlo; necesitaba saber si lo que había sentido era real, si él también había sentido esa chispa, esa conexión que me había dejado desarmado. ¿Pensaba en mí? ¿Se despertaba alguna vez recordando nuestro beso, la forma en que nuestros cuerpos se habían encontrado en la tienda, el silencio compartido después? O, peor aún, ¿había sido solo una aventura más para él, un encuentro pasajero en una de sus tantas rutas por el mundo? La incertidumbre me carcomía. Me imaginaba escenarios opuestos: él buscándome con la misma desesperación, o él riéndose con amigos, contando la historia de “aquel chico en la montaña” como una anécdota sin importancia.
Volví al collado una vez más, un sábado gris en el que el cielo amenazaba lluvia. Subí con la esperanza irracional de que estaría allí, tal vez sentado en la misma roca, con su mochila y su sonrisa. Pero el lugar estaba vacío, más silencioso que nunca. Me senté, mirando el horizonte, y dejé que las dudas me envolvieran. ¿Y si él también había vuelto, pero en otro momento? ¿Y si estaba en otra montaña, en otro país, viviendo su vida sin mirar atrás? La idea de que pudiera no sentir lo mismo me dolía más de lo que quería admitir. Había sido tan real para mí, tan intenso, que no podía concebir que para él fuera menos.
De vuelta en la ciudad, intenté seguir adelante. Salí con amigos, incluso acepté una cita que Pablo me organizó con un chico simpático que conocí en un bar. Pero no funcionó. Mientras él hablaba de su trabajo, yo solo podía pensar en Adrián, en cómo sus manos habían recorrido mi piel, en cómo su risa llenaba el aire de la montaña. Me disculpé y me fui temprano, sintiéndome más perdido que nunca.
Una noche, incapaz de dormir, escribí una carta que nunca enviaría. En un cuaderno viejo, garabateé todo lo que sentía: la emoción de encontrarlo, el deseo que aún quemaba, la frustración de no saber quién era, la pregunta que me atormentaba: ¿Sentiste lo mismo? Arrancé la hoja, la hice pedazos y la tiré a la basura. Pero escribirlo, aunque fuera inútil, me dio un poco de paz.
Empecé a aceptar que quizás nunca lo encontraría. Tal vez Adr...