El Precio de la Apuesta
Soy, un Alfa en la escena BDSM local. Mi presencia en los clubes es imponente: alto, musculoso, con una mirada que doblega a cualquiera que se cruce en mi camino. Mi reputación como Dominante es intachable; los sumisos se arrodillan ante mí con solo un chasquido de dedos. Pero todo cambió aquella noche, cuando mi arrogancia me llevó a hacer una apuesta con él: Miguel, mi rival, otro Alfa que siempre había querido desafiar mi autoridad.
La apuesta era simple. Una partida de póker en un club privado, con reglas claras: el perdedor se sometería al ganador por una noche completa, sin límites, sin palabra de seguridad. Yo estaba seguro de mi victoria; después de todo, siempre gano. Pero el destino, o tal vez su astucia, tenía otros planes. Perdí. Y Miguel , con esa sonrisa arrogante que tanto odiaba, me miró como si ya estuviera saboreando su premio.
La Rendición
El sótano del club estaba oscuro, con paredes de piedra y un aire cargado de tensión. Miguel me llevó hasta allí, con una correa de cuero atada a un collar que me había obligado a ponerme. Yo, el intocable , ahora desnudo, con las muñecas atadas a una barra de acero suspendida del techo. Mis músculos tensos, mi orgullo herido, pero mi cuerpo traicioneramente excitado por la humillación.
—Te ves bien así—dijo Miguel, paseándose a mi alrededor como un depredador. Su voz era grave, cargada de burla—. Todo un Alfa reducido a esto. ¿Listo para pagar tu deuda?
Intenté mantener mi compostura, pero él no perdió tiempo. Se acercó, su mano firme agarrando mi mandíbula, forzándome a mirarlo. Sus ojos oscuros brillaban con un hambre que me hizo estremecer. Sin previo aviso, me dio una bofetada fuerte, el sonido resonando en el sótano. Mi mejilla ardía, pero no aparté la mirada.
—Primera lección: los Alfas también se quiebran —susurró, antes de inclinarse y morder mi cuello con fuerza, dejando una marca que quemaba. Mi respiración se aceleró, una mezcla de rabia y deseo que no podía controlar.
Miguel desató una caja de herramientas de BDSM que tenía preparada. Sacó un látigo de colas, cada tira de cuero brillando bajo la luz tenue. Sin mediar palabra, lo hizo silbar en el aire antes de azotar mi espalda. El dolor fue inmediato, un fuego que se extendió por mi piel, haciéndome gruñir. Pero no me dio respiro; los latigazos siguieron, cada uno más preciso, marcando mi espalda, mis muslos, mi trasero. Intenté resistir, apretando los dientes, pero mi cuerpo comenzó a traicionarme, mi erección creciendo con cada golpe.
—¿Te gusta, verdad? —se burló, acercándose para apretar mi miembro con fuerza, haciéndome jadear—. Todo ese orgullo, y mira cómo te pones.
No respondí, pero no hacía falta. Él sabía lo que estaba haciendo. Me desató de la barra solo para empujarme al suelo, de rodillas. Mi cuerpo temblaba, no de miedo, sino de una mezcla de humillación y excitaci...