(La caligrafía de esta entrada es limpia y ordenada al principio, como un intento de control, pero se va volviendo más caótica y apretada hacia el final.)
Vivir con Marcos es vivir en una puta guerra de trincheras.
Mi lado de la habitación es mi trinchera. Un puto chiste de dos metros cuadrados. La cama, hecha con una precisión de cirujano, ni una puta arruga. Los libros, alineados en la estantería como soldados esperando una orden que nunca llegará. Es mi pequeño y patético intento de orden contra el puto huracán que vive al otro lado.
Porque el lado de Marcos no es una habitación, es una declaración. Es una explosión de vida y de caos que se expande cada día un poco más, como una mancha de aceite. Su ropa sucia forma cordilleras que devoran el suelo. Sus putos trofeos de mierda brillan como ídolos paganos. Y su olor... joder, su olor lo impregna todo. Ese puto perfume de Axe barato mezclado con sudor de ganador. Un gas tóxico que me asfixia lentamente.
Hoy, la guerra ha cambiado. La invasión ha dejado de ser pasiva.
Estaba yo en mi trinchera, intentando dibujar, intentando que el lápiz sobre el papel ahogara el sonido de su existencia. Él estaba rebuscando en su armario, preparándose para salir con sus monos de feria. Yo lo ignoraba. O lo intentaba.
De repente, ha sacado una camiseta. La del partido de ayer. Negra, ajustada, todavía húmeda en las axilas. La ha olido, ha hecho una mueca y, en lugar de tirarla al cesto de la ropa sucia o a su propio puto caos, se ha girado y la ha lanzado.
Ha aterrizado con un sonido húmedo y blando justo en medio de mi cama. Sobre mi edredón blanco e impoluto.
Una puta bandera negra en mi territorio.
Me he quedado paralizado, con el lápiz suspendido en el aire. "¿Qué coño haces?", he susurrado, la voz temblándome de pura rabia contenida.
Marcos se ha girado, lento, con una sonrisa de tiburón asomando en sus labios. No era su sonrisa de gilipollas habitual. Esta era diferente. Era consciente.
"¿Qué pasa, enano?", ha preguntado, con una falsa inocencia. "Molesta?".
"Es mi cama, Marcos", he insistido, sintiéndome un puto idiota.
"Ya", ha dicho, acercándose. Se ha inclinado sobre mi cama y ha cogido la camiseta. La ha estirado. "Pero es que huele a victoria. A lo mejor se te pega algo si duermes con ella". Y con un gesto deliberado, la ha vuelto a dejar caer sobre mi almohada. "Piénsalo. Terapia de choque."
Y se ha ido. Se ha ido a la puta calle, riéndose, dejándome a solas con su mierda.
Y aquí estoy ahora. Mirando la puta camiseta negra sobre mi almohada blanca. Una mancha. Una ofensa. Una orden silenciosa. Una parte de mí quiere cogerla con dos dedos, como si fuera una rata muerta, y tirarla al fuego.
Pero la otra parte... la parte rota, la parte que odia, la parte que responde al veneno...
Esa parte está temblando. Y mis manos sudan. Y mi boca está seca. Porque sé lo que va a pasar a co...