Esa noche, en tu diminuta habitación del piso compartido, el silencio es hueco y áspero. Las paredes son finas como papel, y se cuelan risas ajenas del salón, golpes de puertas, una cisterna lejana. Pero tú solo oyes una cosa, por dentro: la voz seca de Juan. El murmullo apenas audible de Álvaro. La palabra “sirviente” aún flota en tu oído como una condena dulce.

Tu cuarto es un rectángulo triste. Un colchón sobre un somier barato, una silla torcida, una mesita sin cajones. Todo está limpio, eso sí. Lo mantienes así porque en tu mundo, lo poco que tienes debe estar impecable. Por si ellos vinieran. Por si alguna vez te pidieran fotos. Por si te hicieran el honor de pasar.

Te quitas la camiseta sudada, pero te quedas con el pantalón aún puesto. El calor pegado a la piel, los músculos flojos por la jornada, la mente encendida. No tienes a quién contarle nada. No hay pareja, ni amigos cercanos, ni siquiera un compañero de piso con el que cruzar dos frases dignas. Hace meses que nadie te pregunta cómo estás. Nadie espera nada de ti. Excepto ellos.

Te tumbas en la cama con el portátil apoyado en el pecho. Abres la plataforma, buscando algo sin buscar de verdad. Quieres solo ruido, algo que te arrulle. Encuentras una vieja serie americana, de cuando eras joven. Una sobre un avión que se estrella en una isla. Desastre, misterio, supervivencia. Te recuerda, vagamente, a tu vida: gente desorientada, sin rumbo, dependiendo de reglas nuevas y extrañas para no perderse del todo.

Pones el primer capítulo. La intro suena fuerte en tus auriculares. Pero no estás realmente allí. Tus ojos miran la pantalla, pero tu cuerpo aún está arrodillado en su baño, tu alma sigue brillando baldosas para ellos.

A tu lado, en la mesita, están los calcetines de Juan. Su presencia, su olor, tenue pero constante, basta para marcar ese lugar como un altar. Esos objetos sudados te pertenecen solo a medias, pero en tu mente, son como una medalla de guerra: ganada, prestada, y temporal.

Casi sin darte cuenta, los párpados te pesan. Las voces de los personajes en la isla se mezclan con las órdenes de Juan y el murmullo de Álvaro. Estás entre dos mundos. La serie sigue, pero ya no entiendes los diálogos. Te duermes con la espalda medio torcida, la cabeza ladeada, la pantalla parpadeando frente a ti, el pecho tibio de cansancio y deseo.

Y entonces sueñas.

No sabes cómo ha pasado, pero estás también tú en la isla. No como uno de los protagonistas: no tienes discurso, ni valor, ni papel central. Estás entre los restos del fuselaje, caminando descalzo por la arena, con la piel quemada por el sol y la mirada baja para evitar que alguien te mande callar. No llevas equipaje, ni nombre, ni historia. Solo estás ahí, como un ruido de fondo, como la brisa que mueve las palmas pero a la que nadie presta atención.

El calor pegajoso se mete entre los plieg...