CAPÍTULO 3 : El reino de MAGNUS

El ambiente en la Sala Central se volvió denso, eléctrico, mientras las luces descendían como si quisieran enfocar solo a Martín. Tras su noche de pruebas, exhibiciones y provocaciones, el joven se hallaba de rodillas en el centro del círculo de expectación, sudoroso, jadeante, con la piel aún erizada por los latigazos sensuales del Club. Las llaves colgaban de su cuello, tintineando con cada respiración.

Los tres ALPHAS lo observaban desde sus tronos. Domitian, expectante y desafiante; Tanner, impasible, con la musculatura iluminada por un foco superior que lo hacía parecer esculpido; y Magnus, el domador de almas, sentado como si ya supiera el resultado.

Elige, Martín —ordenó la Voz del Club, amplificada como una sentencia.
Martín tragó saliva. Miró a cada uno… pero sus ojos se detuvieron en Magnus. En su postura abierta, en su mirada que lo penetraba más allá de la carne, como si leyera el deseo oculto tras su miedo. En ese instante supo que no quería placer: quería ser controlado.

—A ti, Magnus —dijo, con voz firme. —Quiero que me domines. Esta noche… quiero pertenecer.

Un murmullo excitado recorrió la sala. Domitian apretó la mandíbula. Tanner desvió la mirada, imperturbable. Magnus, sin embargo, se levantó sin prisa, caminó hasta él con paso medido, y se detuvo frente a su nuevo discípulo.

—Entonces dímelo como se debe, perro —gruñó, agarrándolo del mentón. —Hazlo delante de tus amos.

Martín tragó saliva, y bajó la cabeza. Se arrodilló por completo, apoyando la frente contra el suelo de cuero pulido.

—Por favor, ALPHA Magnus… edúcame. Entréname. Humíllame si es necesario. Esta noche… quiero entregarte mi voluntad.

Los asistentes se estremecieron. Magnus se giró hacia sus compañeros, hizo un leve asentimiento, y luego sacó algo de su cinturón: un pequeño candado dorado con una cadena negra.

—Esta llave —anunció— es suya, pero desde ahora, cuelga de mi pecho. —Y con un movimiento firme, la enganchó a su collar, sobre su propio torso desnudo, donde brillaba como un trofeo.

Después, con teatralidad medida, le hizo girarse, levantar el trasero y, delante de todos, escupió sobre la rendija de la jaula de castidad de Martín antes de darle una suave palmada que resonó más fuerte de lo esperado.

—Tu placer ya no te pertenece. Como símbolo de tu entrega… —le pasó una correa por el cuello— caminarás a cuatro patas hasta mi sala.

Y así, ante todos, Martín fue conducido gateando entre los murmullos calientes del público. Nadie dijo nada. Porque todos entendían: el ritual había comenzado. Martín ya no era un invitado.
Era propiedad.

Mientras Magnus conducía a Martín a su sala privada, entre las sombras del CLUB NOCTURNO se desataba otra escena. Domitian, aún de...