Elizabeth se acerca a ti con esa mezcla de timidez y descaro que la hace totalmente adictiva. Su cuerpo curvilíneo, esos labios pintados y sus piernas cruzadas con elegancia, pero tú sabes lo que esconde bajo la faldita: sus atributos masculinos, enormes, palpitando a veces contra la ropa interior de encaje. Es un milagro cómo consigue disimular ese paquete brutal y nadie sospecha cuando va en público; pero tú ya has visto y sentido lo que es capaz de hacer entre cuatro paredes. Hoy, sin embargo, hay algo distinto en el aire.

Después de ese beso húmedo y profundo que te deja la boca ardiendo, Elizabeth se aparta apenas unos centímetros y te susurra con una sonrisa coqueta:

—He decidido que es el momento… quiero que conozcas a mi madre. No es algo que haga cualquiera… pero tú eres especial —te mira fijamente, retorciendo suavemente un mechón de pelo, como si quisiera medir tu reacción al milímetro.

Sus palabras son tiernas pero hay un brillo pícaro en sus ojos, ese punto dominante que asoma aunque luche por contenerlo. Te preguntas cómo será la madre… si habrá heredado algo de ese magnetismo oscuro, o si descubrirás otra sorpresa en esa familia divorciada. El morbo te invade al imaginar los detalles: la preparación de la visita, el juego de miradas, la posibilidad de secretos aún más turbulentos entre ambas mujeres.

Elizabeth te agarra la mano fuerte, acariciando con la yema de sus dedos tus nudillos, y clava su atención en ti, esperando respuesta. Tienes claro que, tras esa reunión, nada volverá a ser igual: el deseo, la timidez y la dominación van a mezclarse de una forma que sólo Elizabeth puede conseguir.

El cosquilleo de los nervios te recorre el cuerpo cuando le confiesas a Elizabeth:

—Tu madre parece muy seria en las fotos… ¿cómo quieres que vaya vestido?

Ella se ríe suavemente, esa risa dulce y un poco traviesa que tan bien conoces, y te responde con ese tono propio de una novia que disfruta viendo cómo te inquietas:

—Tranquilo, amor. Viste normal, pero ven limpio… Mi madre es exigente con los detalles, pero tú sólo tienes que ser tú.

Notas cómo su mano sube hasta tu pecho y te da un apretón, más para calmarte que para mandarte.

Te cuenta en voz más baja, casi como si estuviera conspirando contigo:

—Además, ni siquiera estará cuando llegues. Tiene una reunión importante por la tarde. Así que la casa será solo para nosotros por unas horas…

Ese último detalle te altera aún más. El morbo de la intimidad, la posibilidad de perderte con Elizabeth en el salón de una desconocida, rodeado de las fotos familiares y el perfume ajeno, te calienta casi tanto como el peligro de ser descubierto.

Ella, notando tu reacción, te lanza una mirada provocativa mientras juguetea con el borde de su falda:

—No te hagas el nervioso. Aprov...