(La misma historia contada desde el otro lado)

El puto calor de Madrid me tenía aplastado en mi piso del tercero. Un asco. Pensando si bajar a la piscina del edificio o simplemente tirarme en el sofá y esperar a que la temperatura diera una tregua, me acerqué a la ventana que da al patio interior. A ver si corría una mierda de aire. Y ahí lo vi. La ventana de enfrente. Nacho. El del tercero, igual que yo. Una puta casualidad que no pasaba desapercibida.

Ya lo tenía fichado, claro. Se veían pocos como él por el portal o por el gimnasio del barrio. Unos cuarenta y pocos, sí, pero vaya cuarenta y pocos. Pelo corto, esa barba de tres días cuidada. Y el cuerpo... joder. Se le notaban las horas de gimnasio, un puto macizo, definido, sin una puta grasa donde agarrarse. Un cuerpo que, joder, imponía respeto incluso con la edad. Pero lo que más me llamaba la atención era ese aire de autosuficiencia, de tipo que tiene la vida y a todo el mundo bajo control. Como si pensara que era intocable. Que nadie podría descolocarlo. Un poco arrogante, sí. Y eso me gustaba. Significaba que la caída sería mucho más ruidosa. Y mucho más divertida.

Y ahí estaba él, en su salón, la ventana abierta de par en par, en su puta zona de confort. Solo en unos calzoncillos que se pegaban a su piel por el sudor. Tirado en el sofá, en modo "rey de mi puto castillo". El sol que entraba por su ventana le daba justo, resaltando cada línea de su cuerpo. Los músculos del pecho, los abdominales marcados, esa curva dura de la cadera. Respiraba despacio, con ese aire de total relajación, ajeno al mundo. Y joder, se veía increíblemente bien. Caliente. Expuesto. Demasiado cómodo en su puta piel. Demasiado seguro.

Me dio un vuelco el estómago. No era solo calentón, que lo era, y mucho. Era la necesidad de romper esa patética seguridad. De quitarle ese aire de "soy el dueño del puto universo y tú no eres nadie". Quería verlo doblegado. Humillado. Arrodillado. Bajo mi pulgar. Ver esa cara de autosuficiencia rota. La idea me recorrió como una descarga eléctrica, pura malicia y deseo. Y supe, en ese instante, que tenía que ir a por él. Justo ahora. Que estaba así, expuesto, en su fortaleza. Era el momento perfecto.

Una excusa. Algo rápido, algo que me metiera dentro sin levantar sospechas serias. Miré a mí alrededor. El mando de la tele en la mesa. Perfecto. Pila suelta, necesito un destornillador. La excusa más tonta del mundo, pero tenía que colar. Tenía que ser así de simple para pillarlo desprevenido. Que pensara: "un favor de mierda a un vecino". Que no viera venir la hostia. El puto huracán que se le venía encima.

Me vestí con lo mínimo: pantalón corto de chándal, del que marca bien el paquete si no llevas nada debajo, y una camiseta de tirantes. Quería que me viera. Que viera mi físico de cerca, que notara que el chaval de veintiséis no solo tenía cara bonita y era un ...