Entro en la casa del sumiso. Está tal y como hemos hablado por Grindr, de rodillas, con los ojos vendados, vestido con lenceria de su mujerCierro la puerta tras de mí sin hacer apenas ruido y observo la escena: Complexión media tirando a fondón, piel clara, barba incipiente, de rodillas justo en el centro del salón, con la espalda recta. Viste un body de encaje negro que apenas consigue tapar su barriga, medias sujetas con liguero, todo recortado y apretado en sus muslos. Sus pies descalzos, los dedos nerviosos moviéndose sobre la fría baldosa. Lleva una venda negra que le cubre los ojos completamente, y se nota un leve temblor en sus brazos por la tensión.

Me acerco despacio, dejo caer mi mochila junto al sofá. Hay un silencio denso: sólo se oye su respiración agitada, jadeos sordos, el leve crujir de la lencería cada vez que se tensa contra su cuerpo empequeñecido y vulnerable.

Un golpe seco de mis botas sobre el suelo le hace estremecerse. He esperado este momento desde que hablemos por primera vez, recordarle exactamente quién manda en su propia casa, viéndole convertido en la puta que siempre ha deseado ser. Me inclino y le hablo al oído, voz grave y cortante:

—No te muevas. Nadie más que yo decide cuándo puedes hablar, respirar… o usar esa boca. —Mi aliento le roza la mejilla, él tiembla notando mi presencia pero sin atreverse a susurrar nada, ni apartar la cabeza.

Dejo que mis dedos recorran la tela desde su nuca hasta el trasero, apretando la costura entre sus nalgas. La vibración de su vergüenza sube hasta el aire; su piel se eriza. Mis palabras entran suaves, cargadas de desprecio y control:

—¿Sabes lo patético que te ves ahora mismo? Ni tú mismo te reconoces. Vas a hacer cada cosa que te ordene, ¿me has entendido?

Mantengo mi mano firme en su cuello, presionando justo lo necesario para que sienta mi dominio. Su cara está pegada a mi entrepierna. Le voy restregando su rostro contra mi entrepierna.

Recojo una foto de la mesita, la sostengo con una mano, examinando la expresión de su mujer: pelo largo castaño, sonrisa blanca, cuerpo definido, esa típica pose feliz de pareja perfecta. Mientras la miro, agarro al sumiso por la nuca, lo obligo a inclinar la cabeza y a pegar la cara justo contra mi entrepierna, mis pantalones bajan sin prisa, dejando mi paquete bien marcado por los calzoncillos ajustados—el olor denso y masculino se mezcla con su respiración acelerada.

Le aplasto la cara contra el bulto, restregándole la nariz y los labios, notando cómo se agita. El algodón caliente contra su piel provoca una fricción húmeda, torcida de deseo y humillación. Hablo en voz baja pero firme, dejando que cada palabra pese:

—Vaya foto, tío… Muy guapa tu mujer. Buen cuerpo, curvas para hacerse pajas mirándola, ¿eh? Seguro que te corrías sólo con pensar en follártela de espaldas. Me imagino ese culo...