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El Amo no dejó espacio para preguntas.
—Esta noche no será como las anteriores —dijo con tono bajo, pero cargado de tensión.
El esclavo culturista estaba de pie junto a Íker, ambos desnudos, expectantes. Había algo diferente en el aire: más denso, más cargado. Y entonces lo entendieron cuando la puerta del cuarto se abrió.
Entraron tres jóvenes. Todos entre 18 y 21. Altos, anchos de hombros, cuerpos esculpidos por horas de hierro y proteína. El primero tenía el cabello rapado y tatuajes en los trapecios. El segundo era de piel morena, pecho ancho, sonrisa ladina y ojos llenos de desafío. El tercero, el más grande, parecía recién salido de un campeonato amateur, con unos pectorales tensos bajo la luz roja y una entrepierna que ya se marcaba firme.
Todos llevaban únicamente un collar negro.
—Estos tres aún no han sido domados del todo —dijo el Amo, caminando lentamente entre ellos como un general inspeccionando tropas—. Son fuerza bruta sin control. Carne joven y caliente, acostumbrada a tomar… y no a obedecer.
El culturista esclavo tragó saliva. Su cuerpo reaccionaba, pero su mente estaba alerta. ¿Cuál era su papel esta vez?
El Amo se giró hacia él.
—Tú vas a ayudarlos a entender. Vas a enseñarles a correrse solo cuando yo lo ordene. A gemir bajo el control de otro. A rendirse, aunque sean bestias.
Un solo gesto del Amo bastó. Los tres jóvenes fueron guiados a sus posiciones: de rodillas frente al esclavo y a Íker. El ambiente era eléctrico. Eran toros jóvenes, mirándolo como si no supieran si debían embestir… o arrodillarse más.
El esclavo se adelantó. Dio una vuelta a su alrededor, evaluándolos. Sintió el peso del rol. Ya no era solo un sirviente. Era un reflejo de su Amo. Y debía estar a la altura.
—Boca abierta —ordenó con voz firme.
Los tres obedecieron, aunque uno tardó más. El culturista lo agarró del mentón y lo obligó a mirarlo.
—Aquí no decides tú. Si tienes fuerza, demuéstrala aguantando. No resistiendo.
El chico bajó la mirada. Primera grieta.
Lo que siguió fue una sinfonía sucia y hermosa de cuerpos jóvenes sometidos. El esclavo guió la escena, marcó ritmos. Ordenó a uno que lamiera el sudor de sus abdominales. A otro que se arrodillara con la espalda arqueada y los glúteos expuestos, mientras Íker lo preparaba bajo su mirada. El tercero, el más rebelde, fue el que más gemidos sacó, una vez que fue montado sin pausa, agarrado por las muñecas, forzado a sentir cómo el control no viene solo del tamaño… sino de la voluntad.
Los tres acabaron jadeando, babeando, los cuerpos temblando, y aún así ninguno se corrió. Porque el Amo no lo había ordenado.
Entonces él habló:
—Ahora.
Fue como abrir una compuerta. Los tres estallaron casi al mismo tiemp...
Cadenas de hierro y piel 4
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