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Cadenas de hierro y piel

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6 días
427 palabras
El sonido del clic metálico llenó la habitación cuando el collar se cerró en torno al cuello del esclavo. No era la primera vez que lo usaba, pero cada vez que sentía su peso, algo dentro de él se rendía. Estaba de rodillas, desnudo, musculoso, su torso sudado brillando bajo la luz tenue del cuarto de juegos. Los músculos de su espalda se tensaban con cada respiración controlada. Era joven, fuerte, criado entre hierros de gimnasio… y ahora, completamente sometido.

Frente a él, el Amo lo observaba en silencio. Alto, imponente, vestido con camisa negra ajustada y pantalón de cuero, emanaba control. Sus ojos recorrían al esclavo como si evaluara una obra que era solo suya. Y lo era.

—¿Quién eres? —preguntó el Amo, con voz firme.

—Su perro, su objeto, su cuerpo —respondió él sin vacilar, bajando aún más la cabeza.

Una leve sonrisa curvó los labios del Amo. Dio un paso adelante y con un solo dedo levantó el mentón del culturista. Lo miró a los ojos, profundos, abiertos, brillando de anticipación.

—Buena respuesta —dijo, mientras su mano libre bajaba y le acariciaba lentamente el pecho, los abdominales marcados, deteniéndose justo por encima del pubis—. Hoy vamos a ir más allá.

El esclavo no respondió. Sabía que no debía hablar sin permiso. Su piel se erizó al sentir cómo el Amo le colocaba esposas de cuero grueso en las muñecas. Luego lo guió hacia el centro del cuarto, donde una cadena colgaba del techo.

Con eficiencia y calma, el Amo sujetó las esposas a la cadena y la tensó. Los brazos del esclavo se alzaron sobre su cabeza, dejando su cuerpo completamente expuesto. El joven gimió apenas, pero no de dolor. Su erección era una señal clara de su deseo.

—Tu cuerpo me pertenece —susurró el Amo al oído del chico—. Y hoy lo esculpiré a mi modo.

Tomó un látigo corto, de cuero trenzado, y sin aviso, lo descargó con precisión sobre los hombros del esclavo. Este jadeó, sus músculos se tensaron, pero no se quejó. Sabía que el dolor era parte del juego, y que detrás de cada golpe había una caricia que aún no había llegado.

El ritmo se mantuvo, alternando golpes con toques suaves, besos inesperados en el cuello o la espalda. El esclavo estaba temblando, no por miedo, sino por la mezcla de placer, dolor y adoración. Su mente se vaciaba. Solo existía el presente, el Amo, y su propio deseo de obedecer.

Cuando el látigo cayó por última vez, el Amo se acercó, colocó una mano firme en el pecho del chico y dijo al oído:

—Esto es solo el comienzo.
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Cadenas de hierro y piel

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