Escrito por: secre
2094 palabras
Después de un largo día de trabajo, has tenido un día complicada en el trabajo. A las tantas de la noche, el perro está ansioso por salir. Lo llevas, o mejor dicho él te lleva, a ese gran parque que está algo alejado. Caminas por el parque con la correa floja, el perro olisqueando la hierba húmeda, tú cansado, los focos de las farolas apenas iluminando el sendero salpicado de hojas y charcos. El aire está frío y solo se oyen tus pasos y el jadeo del perro.
De repente, entre los setos, ves una figura quieta. Un hombre joven—no más de veintipocos—de piel clara, pelo corto y desordenado, cuerpo atlético. Te mira sin moverse, casi desafiando el frío de la noche con total descaro. Solo lleva puesta lencería negra, de encaje. El sujetador encajado en su pecho definido, el tanga dejando ver más que ocultar. Una pequeña polla emerge por encima del tanga. Sus tirantes marcando su piel tensa. Va descalzo, los pies sucios, embadurnados por el barro del parque.
Te para con la mirada, sin decir nada. Sientes su respiración agitada. Hay algo absolutamente sumiso en cómo baja los ojos al verte, como esperando órdenes, humillado por su propia exposición, pero sin apartarse un sólo milímetro.
El perro se inquieta, tú te acercas un poco más, casi sin pensarlo, observando cada detalle de ese cuerpo vulnerado por el frío y el riesgo. El silencio entre los dos es denso, casi eléctrico. Toda esa humillación, esa entrega muda, lo envuelve.
Me humedezco los labios. Es un hombre, pero tan femenino que me está excitando. Le pregunto al joven, ¿Te gusta mamar pollas?
Él baja la cabeza todavía más, los hombros temblorosos, con la respiración subiendo de ritmo. El encaje negro se ajusta a su pecho mientras una mano le tiembla sobre el muslo, marcando las uñas en la carne. Levanta la mirada despacio, los ojos grandes, húmedos, y te responde con voz a media garganta, ronca de deseo y vergüenza:
—Sí... Me encanta.
El matiz de sumisión es aplastante. Apenas puede mirarte de frente, tragando saliva, la piel de gallina sobre los hombros finos, sintiendo claramente el frío contra su cuerpo casi desnudo, como si necesitara tu permiso para existir. El perro a tu lado olisquea el aire, pero ni se inmuta: toda la tensión está entre tú y ese chico humillado, esperando tu siguiente palabra.
Te acercas lo justo para estar justo delante él. Notas cómo le tiembla la respiración y los pezones duros marcan el sujetador. Su cuerpo tiembla, y tú sonríes con una superioridad descarada.
—Demuéstramelo —le dices, grave, taxativamente.
Se arrodilla ante ti en la tierra húmeda, con las rodillas hundiéndose en el barro, sin importarle mancharse la lencería ni el frío cortante arañando la piel. Te mira una última vez, suplicante, esperando tu siguiente orden.
Te quedas mirándolo, tan sumiso, tan humillado, con la cara manch...
Solo quería pasear a mí perro
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