Desde mi primer encuentro con Vicente, no paraba de reproducir en mi cabeza lo que había pasado. ¿Todo lo que pasó, aquel supuesto juego, era producto de mi imaginación? ¿Realmente estaba tanteando el terreno? No dejaba de pensar en él, en su voz, en su olor. Me hacía pajas cada noche imaginando cómo sería.
Pasaron los días y mi cabeza no paraba de dar vueltas, Quería volver a la barbería, pero no podía esperar a que me creciera el pelo, así que tomé la decisión más sensata —y menos penosa— que me sirviera de excusa: dejarme la barba crecer salvaje y acudir a que me la arreglara.
Tras dos semanas desde mi primera visita, le mandé un WhatsApp. Solo habían pasado veinticinco minutos y ya estaba de los nervios. ¿Me atendería?
Contestó al mediodía, sin dar pie: —Mañana, a última hora, a las ocho.
Ese viernes me duché (sí, me duché para cortarme el pelo… un sinsentido) y me puse la jaula de castidad. Me la había colocado muchas veces en casa, alguna vez para ir al trabajo bajo unos vaqueros, pero nunca con unos pantalones de chándal y sin ropa interior, por lo que se marcaba sutilmente el paquete. Necesitaba esa presión.
Llegué a las 19:55. Al entrar, estaba con un anciano que parecía estar dándole la chapa. Yo lo saludé desde la distancia de manera efusiva.
—Siéntate en el sofá y cuando acabe te atiendo —dijo, cortante.
Al poco tiempo acabó con el caballero y se apresuró a bajar la persiana.
—Mejor cierro, no sea que a algún impaciente le dé por pedirme que le haga algo.
Sonreí, porque no estaba seguro de poder articular palabra. Qué ridículo me sentía. Él simplemente me miró fijamente, esperando algo de mí.
—¿Vas a venir a que te haga la barba, o qué? —dijo con sorna, pero de manera autoritaria.
Yo me sentía como un crío, completamente desubicado, frente a un hombre que me estaba haciendo el favor de acicalarme y yo estaba fantaseando con que simplemente me hiciera caso.
Se puso detrás de mí y preparó los utensilios sin mediar palabra. Cuando lo tenía todo dispuesto, con la intención de colocar sobre mí la capa, y con la supuesta intención de cubrir tanto los brazos como las piernas, rozó con el codo la entrepierna, topándose con la dureza del material de la jaula.
No dijo nada, simplemente me miró fijamente dos segundos, que parecieron una eternidad. ¿Se habría dado cuenta? Tenía que romper el hielo.
—No te lo he dicho, pero degradado… que me alargue un poco las facciones —dije con la voz entrecortada.
—Me lo imagino, vi cómo la llevabas la última vez… Cuando los hombres estamos entrados en carne, es la única forma de disimular un poco —contestó de manera escueta—. Y ahora cállate, que no me gustaría cortarte.
Empezó a arreglarme la barba en riguroso silencio. Solo escuchaba el ruido de la maquinilla y la navaja, mientras que yo, estúpido de mí, me concentraba en s...