El rugido de la moto cortaba la noche, un trueno que hacía vibrar el asfalto. Era tarde, y yo estaba en un bar de carretera, un tugurio lleno de humo, con mesas pegajosas y el olor a cerveza rancia. Sosteniendo una botella tibia, mis ojos se fijaron en él cuando entró.
Metro ochenta, barba recortada, tatuajes asomando por las mangas de una camiseta negra que se pegaba a su cuerpo. Botas gastadas, andar seguro, mirada que podía partirte en dos. Todo en él gritaba "tipo duro". Pero yo, que sé leer entre líneas, vi algo más: un destello en sus ojos, un movimiento rápido cuando me miró por segunda vez. No era la mirada de un matón. Era algo más profundo.
Me acerqué a la barra, pidiendo otro trago como excusa. Me puse a su lado, lo bastante cerca para que notara mi presencia, pero sin agobiar. Olía a cuero, gasolina y algo cálido, humano, bajo esa fachada.
—¿Buena noche para rodar? —pregunté, señalando su casco.
Se giró despacio, estudiándome. Pensé que me mandaría a paseo, pero sonrió, una curva leve que no encajaba con su pose.
—Siempre es buena noche —dijo, voz grave, resonando en mi pecho—. ¿Y tú? No pareces de los que se quedan en sitios así.
—Digamos que busco aventuras —respondí, sosteniendo su mirada.
Hablamos un rato: motos, carreteras, el olor del asfalto mojado. Palabras simples, pero cada una era un paso en un juego silencioso. Noté cómo se relajaba, cómo su cuerpo se inclinaba hacia mí, cómo sus dedos tamborileaban cuando me reía. Podía parecer el rey del bar, pero las señales no mentían.
—¿Te animas a dar una vuelta? —preguntó de repente, cuando el bar se vació. Sus ojos brillaban con algo más que curiosidad.
—Solo si me dejas ir atrás —dije, con una sonrisa que dejaba claro que no hablaba solo de la moto.
Se rio, un sonido áspero pero real, y se levantó. Salimos al aparcamiento. La noche era fría, la luna iluminaba su moto como si fuera una escultura. Se montó, y yo subí detrás, mis manos en su cintura. Se tensó un segundo antes de relajarse.
—No te agarres tan fuerte, que no muerdo —dijo, girándose.
—Qué pena —respondí, apretando más.
El motor rugió, y volamos por la carretera. El viento me azotaba, pero solo sentía el calor de su cuerpo, los músculos moviéndose bajo la camiseta. Tomó un desvío, un camino de tierra que terminaba en un claro entre árboles. Apagó la moto, y el silencio nos envolvió.
Se bajó y me miró. La luna marcaba su rostro, y vi una grieta en su armadura: deseo, nervios, algo crudo y vivo.
—No eres lo que pareces, ¿verdad? —dije, acercándome.
—Tú tampoco —respondió, y me agarró por la nuca, besándome.
Fue un beso feroz, como si hubiera estado conteniéndose toda la vida. Sus manos eran firmes, pero había una suavidad en su toque, como si temiera ir demasiado lejos. Le devolví el beso, mis manos bajo su camiseta, sintiend...