Habían pasado dos días desde aquella noche, pero su olor aún parecía aferrarse a las sábanas, a la piel de mi dormitorio. Estaba en la cocina, el café humeando en la taza, cuando el timbre rompió la calma de la mañana. Mi pulso se aceleró. Abrí la puerta y ahí estaba él, con la misma camiseta negra gastada, el cabello revuelto y esa mirada que cortaba como vidrio. No esperaba verlo de nuevo, pero mi cuerpo reaccionó antes que mi mente, un calor subiendo por mi pecho.
—Olvidé algo —dijo, la voz baja, casi un gruñido, sin explicar más.
Lo dejé pasar, el aire cargándose al instante, como si el tiempo no hubiera pasado. Lo seguí al dormitorio, donde sus bóxers negros seguían arrugados en una esquina, testigos mudos de aquella noche. Se agachó para recogerlos, pero no se movió hacia la puerta. Sus ojos se clavaron en mí, y supe que no había venido solo por la ropa.
Me empujó contra la cama, mis rodillas cediendo bajo su peso. Sus manos eran impacientes, arrancándome la camiseta, los pantalones, todo lo que estorbaba. No hubo palabras, solo el roce áspero de su barba contra mi cuello, sus dedos explorando mi piel con una urgencia que me hizo jadear. Estaba duro, su erección presionando contra mi muslo, y mi cuerpo respondió, abriéndose a él como si lo hubiera estado esperando.
—Dámelo otra vez —murmuré, la voz temblando.
No contestó. Me giró, boca abajo, mis manos aferrando el borde del colchón. El sonido de su cremallera rasgó el silencio, y antes de que pudiera prepararme, entró en mí con un movimiento profundo, llenándome hasta arrancarme un gemido. Cada embestida era feroz, su cuerpo chocando contra el mío, el calor de su piel mezclándose con el mío. La cama crujía, mis gritos se perdían en las sábanas, y sus gruñidos bajos eran lo único que marcaba el ritmo.
Era más intenso que la primera vez, como si quisiera reclamarme de nuevo, borrar cualquier duda. Sus manos apretaban mis caderas, dejando marcas, y su ritmo se volvió frenético. Entonces, lo sentí: un calor líquido, abrasador, derramándose dentro de mí. Su cuerpo se tensó, un jadeo ronco escapó de su garganta, y supe que me había llenado otra vez, dejando más de él, algo que podría echar raíces.
Se apartó, el vacío inmediato, mi cuerpo aún temblando. Me giré, pero él ya estaba abrochándose los pantalones, los bóxers olvidados ahora en su mano. No me miró. No dijo nada. Caminó hacia la puerta, sus pasos firmes resonando en el pasillo. El clic del cerrojo al cerrarse fue lo único que quedó.
Me quedé en la cama, jadeando, el calor de su segunda marca goteando entre mis muslos. Su olor impregnaba el aire, más fuerte ahora, como si se negara a desvanecerse. Y mientras el silencio volvía a envolver la casa, una certeza se asentó: lo que había dejado en mí, por segunda vez, podría crecer, podría quedarse para siempre.