*Continuación de una serie muy improvisada. Si alguien tiene algún buen comentario, adelante.*
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La cárcel tiene el mismo ritmo que cualquier otro lugar del mundo. Sobre todo porque los presos suelen ser personas comunes, iguales que los que andan en la calle. Después de unos meses ya estaba igual de instalado que cualquiera; con la excepción de que cogía más que el promedio de mis compañeros de pabellón.
Con la escasez de visitas íntimas, que los guardias retaceaban para ahorrarse el trabajo de programar las salidas y porque tampoco las minas querían ir a los cuartuchos miserables del pabellón de íntimas, había machos calientes rondando por todos lados.
El problema del sexo se solucionaba a medias, con un código estricto que se respetaba casi tanto como el horario de dormir y de comer. Cada pabellón tenía sus putos y los machos que querían usar un culo o buscarse un orto fijo se amoldaban a la discreción, como un secreto a voces que se practicaba en la poca privacidad que el pabellón podía ofrecer. El machismo predominante aseguraba el secreto, porque más de uno quería comer pero sin que se notara tanto.

Los primeros meses me cogió el pelado, casi regularmente en mi cama después de apagarse las luces. Con excepción de cuando el flaco me montaba en las duchas, al principio me mantuve un poco al margen del mercadillo sexual que circulaba por la cárcel. El pelado me cogía por las noches con tanta frecuencia que ya casi parecíamos pareja, aunque de día apenas nos veíamos. Pero en cuanto cortaban el conteo de la tarde y las luces bajaban me preparaba para el encuentro. (Igual él pronto tuvo la delicadeza de avisarme cuando no iba a llegarme de visita).
Se colaba por las cortinas en silencio y dedicaba un buen rato en abrirme el orto, llenarme de leche dejándome cansado y durmiendo plácidamente hasta el día siguiente.

No sé si enseguida se corrió el rumor que ya tenía macho pero no tuve muchos acercamientos de otros hombres del pabellón al menos durante esos meses. Hasta después del primer encuentro con el flaco parecía que me ignoraban los machos del lugar.
Después fueron llegándome noticias, gestos sorpresivos, o miradas poco disimuladas. Aunque la mayoría de las veces las deje pasar sin prestar atención, otras veces me comí un par de pijas que circulaban.

El primero fue Ezequiel, que trabajaba en limpieza y quizás por eso podía entrar y salir a cualquier hora de todos lados en el pabellón. Aprovechaba los horarios de clases o talleres para ordenar las duchas, barrer el patio, y cosas así. No sabía que era gay ni que le interesaban los putos, pero después de un tiempo lo encontré mirándome mucho, y sospecho que el pelado le había contado algo de mis gustos.

Me cogió en los baños una media mañana que la mayoría había bajado...