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Quizás la gran pregunta de la sumisión es por qué alguien desea ser maltratado. He leído mucha literatura psicoanalítica sobre la falta de cariño recibido por los padres, maltrato infantil, etc. No me reconozco en ellos. Mis padres nunca me pusieron un dedo encima. Nunca me humillaron. Nunca han dejado de escucharme. Realmente la psicología no tiene respuesta para mi caso o para otros muchos que conozco.
No voy a centrarme en explicar el por qué, sino simplemente el qué. ¿Cómo me siento como sumiso? Indudablemente, algo me incita a buscar alguien que cumpla mis fantasías de ser humillado, y castigado. Eso no quita que también disfrute del sexo “vainilla”, el normal, si es que existe algo que pueda ser llamado “normal”. Aunque el sexo vainilla me llene, siempre necesito buscar el fetiche de la adoración a otra persona, la entrega, el sentirme inferior.
¿Es una cuestión de autoestima? Es posible. He conocido gente con muy poca autoestima en el mundo del BDSM que ha necesitado entrar en él para cumplir con su idea de que lo reduzca (sumisión), o para buscar sentirse superior (dominación). Igualmente, he conocido sumisos (y sumisas) con las ideas muy claras, que sabían lo que les gustaba, que iban a por ello, pero que también tenían claro lo que NO estaban dispuestos a hacer. Y no se achicaban si su Amo le decía que tenía que hacerlo: un límite es un límite.
Quizás yo mismo haya cedido a cosas que no deseaba hacer. Durante años estuve con un Amo que me hacía constantemente salir a la calle desnudo. Sin razón especial. Lo podéis ver en mis relatos sobre Amo Juan. No era un castigo por haberme portado mal, por no haber seguido las reglas consensuadas. Simplemente le gustaba y le parecía una parte esencial de la relación Amo-esclavo. Estuve intermitentemente con él durante unos diez años. Me encantaba que me azotara, que me humillara, me hiciera comer en el suelo, o caminar como un perro; pero no soportaba tener que salir a la calle desnudo una y otra vez. Y por eso lo abandonaba, pero volvía con él al cabo del tiempo. El recuerdo de sus azotainas era muy fuerte y las deseaba con vehemencia. Acabábamos haciendo un intercambio en el que él siempre ganaba: me azotaba a cambio de que saliera a la calle desnudo y le enviara pruebas de ello (fotos o vídeos). Él ganaba doblemente: le gustaba azotar, y le gustaba verme en pelotas por la calle. Para mí era horroroso pensar, no sólo en que me podía ver alguien que me conociera (que nunca pasó), sino en que para mucha gente era una molestia, algo desagradable ver a un hombre caminando desnudo por la acera. Reconozco que después era más divertido que sufrido. Las gente se reía y lo tomaba a broma, y pocas personas se escandalizaron.
Después de cada azotaina me encantaba ver las señales que me quedaban en el cuerpo y mirarme al espejo con ellas. Volvía a casa con la satisfacción de un deber cumplido, y de un dese...
Confesiones de un sumiso
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