Esta historia ocurrió hace dos años, cuando tenía 19 añitos. Un día de verano, a mediados de julio, salía de entrenar en el gimnasio de mi barrio y me encaminaba a casa para cenar. En este trayecto tengo que atravesar un descampado bastante poco frecuentado, pero nunca me había pasado nada ni había oído que fuera un lugar especialmente peligroso. Al final del descampado había un grupo de casas bajas, de un piso, con pinta de ser muy viejas, que estuvieron habitadas por gente humilde bastante tiempo hasta que una de ellas fue alquilada por un grupo numeroso de inmigrantes marroquíes que se habían instalado allí provisoriamente. Ahora creo recordar que en las semanas anteriores había visto a jóvenes norafricanos (siempre hombres) en la puerta, sentados y hablando entre ellos, pero sin mayores síntomas de agresividad; y ahora me doy cuenta de que se habían fijado en mí desde el principio -ya que ese camino yo lo hacía con frecuencia- y sólo esperaban su oportunidad para aprovecharse de mi indefensión. La verdad es que soy un chico guapo, moreno, musculado por el ejercicio físico y con cierto éxito entre las chicas. Aquel día, confiado y sin darle mayor importancia, pasé nuevamente frente a la casa de los marroquíes, iba escuchando música con los "walkman" así que no percibí las pisadas de dos hombres jóvenes que se me acercaban por detrás.

Cuando quise reaccionar ya me habían sujetado entre los dos y aprovechando el factor sorpresa se deshicieron de mi bolsa de deportes y de los "walkman" y me redujeron, no sin resistencia de mi parte, pero lo cierto es que pronto llegaron otros tres marroquíes más, gritando muy fuerte en árabe, entre los cinco me sujetaron por brazos y piernas mientras uno me intentaba poner (sin mucho éxito al principio, ya que yo no paraba de mover la cabeza, completamente angustiado) un trapo en la cara para evitar que gritara. Yo estaba muy nervioso, porque ellos hablaban muy alto, y no paraba de gritarles:

"¡No llevo dinero… no llevo dinero!", convencido de que solamente querían atracarme.

Me llevaron al interior de la casa, y nunca olvidaré lo que vi aquel día. Había como quince hombres jóvenes, entre 18 y 30 años, hacinados en dos mínimos cuartos en ruinas y el suelo estaba cubierto por todas partes de colchonetas, restos de plásticos y hasta platos de arroz. Me tumbaron boca abajo en una colchoneta vieja y sudada, y uno de ellos, que aparentaba ser el más joven, unos dieciocho años, se acercó a mí y me bajó los pantalones del chándal y los boxers entre las risas cómplices de sus compañeros. Yo estaba alucinado. Ante el escándalo montado se habían ido acercando todos los habitantes del tugurio y habían formado un corro alrededor de mí. Cuando vieron mi culo, pude notar que estaban muy impresionados. No sé si es propio de mi constitución o por el deporte pero tengo un culo muy bien formado, muy arqueado y musculoso.