Me acerqué a ver cómo iba la obra en el pequeño apartamento que acababa de comprar. Había encargado la reforma a una pequeña empresa de la que se ocupa de tratar con todos los gremios, y reconozco que cada vez que había pasado por allí me había marchado con la polla tiesa como un puto palo, menudos tiarrones. Albañiles, fontaneros, electricistas, vamos, todas mis fantasías pasando por delante de mis ojos. Siempre me ha puesto ese tipo de tío, obrerete tirando a cachas pero con algo de barriguita, el pelo bien puesto en su sitio, la goma del calzoncillo bien visible y a ser posible, camiseta de tirantes dejando al aire unos buenos sobacos peludos y no demasiado limpios. Con todos los tíos que vi sucesivamente trabajando en mi casa llené semanas de pajas y pajas, pero por supuesto jamás me atreví a dar un paso más que los que daba mentalmente; siempre he sido muy tímido y tampoco quería que uno de aquellos morlacos me diera de hostias. Bueno lo de las hostias me ponía a mil, pero vamos, que ni se me ocurría intentar llevar mi fantasía al mundo real por si acaso.

De manera que aquella tarde, al pasar por el apartamento, no iba buscando guerra real, sino verdaderamente controlar cómo iba todo. La cosa ya estaba en su tramo final, y eran los pintores los que estaban trabajando. No había ido por allí desde que empezaron, así que era normal que me acercase a ver los progresos que hacían. Y si de paso, veía algo jugoso para amenizar nuevos pajotes, pues miel sobre hojuelas. Entré en casa con mi llave, y lo primero que me saludó fue el inconfundible olor a pintura junto con el ruido de una música puesta a tope. En la entrada no había nadie, así que avancé hasta la habitación del fondo para saludar a los pintores, pero era solo uno el que estaba trabajando. El que se estaba trabajando el rabo, para ser más exactos. Yo me quedé pegado: el tío estaba de espaldas a mí, por lo que no me había visto. Pelo rapadete, camiseta de tirantes azul claro, tenía los pantalones del mono bajados pero no los calzoncillos, unos slip grises con estampados en verde y granate, justo el tipo que más me pone, el más barato de la mercería de barrio más cutre. Se la estaba meneando tan a gusto, aprovechando que estaba solo, y yo, paralizado sin saber qué hacer. Me quedé unos momentos observándolo en silencio, y cuando pude reaccionar decidí retirarme sin hacer ruido, para evitar una situación incómoda para los dos. Pero, al retroceder, pisé algún cachivache que había tirado por el suelo, ni sé lo que fue, pero claro, hice ruido. Él se volvió, aún con la polla en la mano, y allí estaba yo, con cara de espanto. Rápidamente me retiré hacia la entrada, farfullando algo así como: “Perdona, no quería interrumpirte”, mientras él , al mismo tiempo decía más o menos lo mismo: “Hostia, perdona, lo siento, eres el dueño, perdona, perdona”.

Salió a la entrada, ya con los pantalones subidos, y conti...