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Aquella tarde había salido antes de trabajar. Volvia casa paseando cuando me crucé con la tienda de lencería cuyo escaparate siempre miraba con disimulo. Como iba con tiempo y estaba de especial buen humor me animé a entrar, haciendo como que era para un regalo. La dependienta me dejó revolotear por la tienda para no incomodarme, cosa que agradecí, así que aproveché para mirar. Empecé mirando los picardias, me gustó uno rojo transparente pero me parecía el típico regalo de las amigas el día de tu despedida. Mostré un falso interés en él para disimular y seguí mirando. Mis ojos se fueron a los corsés. En mi fuero interno siempre he pensado que si hubiese sido una mujer biológica habría tenido una colección de corsés para cada día de la semana, sentir su abrazo permanente, su opresión sobre mi cuerpo recordandome que soy el objeto de deseo de alguien. El que más me gustó (creo que me enamoré de él según lo ví) era uno blanco, de palabra de honor, con la espalda descubierta. Tenía muchas cuerdas para apretarlo bien y el detalle que acabó de encandilarme eran unos ligueros que colgaban de él.
-Ese corsé va a juego con estas medias y este tanga-dijo la dependienta a mi espalda. Un sudor frio empezó a recorrer mi cuerpo. Me gustaba mucho pero no podía comprarlo. ¿Qué pasaría si alguien me veía entrar en casa con la bolsa? ¿Qué pensarían los vecinoes?
-Muy bien, me llevo las tres cosas-exclamó una voz masculina y autoritaria detrás mio. Sentí cantidades similares de consuelo, envidia y rabia por mi falta de coraje para llevarmelo. La dependienta me apartó y cogió el corsé.
Cuando me volví ví a un hombre trajeado, de unos 45 años, alto y corpulento, que estaba pagando de espaldas a mí. Seguí mirando con cara de lelo cómo la dependienta le daba varias bolsas y esa era la expresión que yo tenía cuando se volvió hacia mí.
-Coge las bolsas y sigueme-me dijo un rostro moreno, bien parecido, con bigote, pelo negro aunque ya algo canoso. Incapaz de decir nada y todavía rabioso por mi falta de valor a la hora de comprar el corsé, cogí las bolsas y le seguí. En todo momento el caminó 2 pasos por delante, sin molestarse en volverse para hablarme-Vamos a mi casa.
Así llegamos a un edificio en las Vistillas, una antigua casa señorial de esas de grandes ventanales y contraventanas de láminas de madera. Saludó al portero, que devolvió ostentosamente el saludo y me miró con curiosidad. Estaba claro que no era el primer tio que...
Mi primera feminización
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