Bajo Su Voluntad. Capítulo 2: La Prueba Oculta

La habitación era la misma, pero Leo no. Algo en él había cambiado desde la primera noche. Ya no entraba con dudas; entraba con hambre.

Eran las 19:59 y ya estaba arrodillado en el centro, con la espalda recta y los ojos bajos. Había llegado diez minutos antes. No se había atrevido a tocar nada. Sólo esperó.

Cuando escuchó la puerta abrirse detrás de él, contuvo la respiración.

—Puntualidad. Silencio. Buena postura —dijo Señor M., caminando lentamente alrededor de él—. Al menos recuerdas las bases.

Leo no respondió. No le habían dado permiso para hablar.

—Hoy no te he citado para complacerte. Hoy vengo a quebrarte.

Leo tragó saliva. Su cuerpo se tensó, pero su alma se relajó. Sabía que todo lo que pasara dentro de esas paredes sería para formar algo nuevo. Y él quería ser moldeado.

—Ponte de pie. Mira al frente.

Leo obedeció. Frente a él, una gran caja de madera oscura que no había estado allí la vez anterior. Encima, un antifaz de cuero, unas esposas con acolchado de terciopelo y una pequeña campana de bronce.

—Hoy vamos a trabajar el silencio. Quiero que entiendas que a veces la obediencia no consiste en hacer lo que se te dice, sino en no hacer lo que deseas. —Hizo una pausa—. Tu único límite esta noche será esa campana.

Leo lo miró con el ceño levemente fruncido.

—Si suenas la campana —continuó el Amo—, la sesión termina de inmediato. Y tú te vas. Pero no regresarás. ¿Lo entiendes?

—Sí, Señor.

—¿Estás dispuesto a intentarlo?

Leo asintió. Esta vez, M. no lo corrigió.

—Entonces, desnúdate.

Leo se desabrochó la camisa. El corazón le latía tan fuerte que podía oírlo en los oídos. Sabía que esta noche no sería como la anterior. Y no lo quería. Lo necesitaba.

Cuando estuvo completamente desnudo, el Amo se acercó por detrás y le colocó el antifaz. Luego, las esposas.

—De rodillas.

Leo bajó.

—Ahora, escucha.

Los primeros minutos fueron largos y vacíos. Nada ocurrió. Ni una caricia, ni una palabra, ni un roce. Sólo el sonido del aire acondicionado y la tensión dentro de su pecho. Esa era la primera prueba: el vacío.

Después, algo cambió.

El sonido de pasos.

Luego, un cubito de hielo sobre su pecho, que se deslizó lentamente por su torso. Leo gimió levemente. Demasiado.

—Silencio —dijo M. desde algún lugar de la habitación.

Otro cubito. Esta vez en la nuca. Un cambio repentino de temperatura. Y después, una palmada seca en el muslo. No fue un golpe fuerte. Fue un aviso.

—Tu cuerpo será llamado. Tu mente tendrá que resistir.

El hielo se alternaba con caricias suaves, y luego con azotes leves. El contraste era desconcertante. La confusión senso...