Bajo Su Voluntad. Capítulo 1: El Llamado

Leo se arrodilló con cuidado, sintiendo cómo el mundo se reducía al silencio de aquella habitación. No sabía cuánto tiempo llevaba en esa postura, pero cada segundo bajo la mirada de aquel hombre lo anclaba más profundamente en un espacio donde sólo existía la obediencia. Señor M. lo observaba con los brazos cruzados, como si evaluara no sólo su cuerpo, sino su disposición, su entrega, su verdadera voluntad de pertenecer.

—Levanta la cabeza —ordenó.

Leo lo hizo, sin una palabra. Su respiración era corta, contenida. Había algo en ese silencio que hablaba más que cualquier palabra. Era juicio. Era expectativa. Y Leo quería pasar la prueba.

El Amo se inclinó y colocó dos dedos bajo su barbilla. Lo hizo sin brusquedad, pero con firmeza.

—Número Cuatro —dijo con lentitud—, no eres dueño de nada aquí. Ni de tu nombre, ni de tu tiempo, ni de tu placer. ¿Lo entiendes?

Leo asintió. Pero M. negó con la cabeza.

—Responde. Con palabras. Siempre.

—Sí, Señor. Lo entiendo.

Una pausa tensa. El Amo pareció satisfecho. Caminó alrededor de él lentamente, como un escultor evaluando una obra inacabada. Leo sintió el calor de su cuerpo al pasar cerca, el leve roce de sus pantalones al cruzar por detrás de su espalda. Y luego, una nueva orden:

—Quítate la camisa.

Leo obedeció. Cada botón que abría era como una renuncia más. A su vergüenza. A su pasado. A su nombre. Dejó la prenda a un lado, sobre la alfombra. M. no dijo nada durante varios segundos. Sólo lo miraba.

—Estás temblando.

—Sí, Señor.

—¿De miedo o de deseo?

Leo no supo qué responder. Porque era ambas cosas. Y ninguna. Era algo más profundo.

M. sonrió por primera vez.

—Eso es bueno —murmuró—. El miedo y el deseo nacen del mismo lugar. De la necesidad. Y yo puedo moldearte si tienes necesidad.

Colocó una mano sobre su nuca. No con violencia, sino con esa propiedad que sólo tienen los que saben exactamente hasta dónde pueden llegar. Leo cerró los ojos. El calor de esa mano le recorrió toda la columna vertebral.

—Número Cuatro. Esta noche no serás probado con dolor, ni con placer. Esta noche serás probado con obediencia. ¿Puedes hacerlo?

—Sí, Señor.

—Entonces, camina a cuatro patas hasta el centro de la habitación.

Leo sintió la humillación subir por su garganta como un vómito dulce. Pero obedeció. Sus manos tocaron la alfombra. Sus rodillas también. Cada paso le hacía más evidente su sumisión. Y, al mismo tiempo, más libre.

Desde detrás, M. lo observaba en silencio. Tomó una cuerda de lino rojo del cajón de una cómoda y se acercó.

—No te muevas.

Lo ató lentamente. No con brusquedad, sino con precisión. Tobillos juntos. Muñecas cruzadas en la ...