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Entrega Perfecta (Parte V)

Escrito por: J_X

Se fueron haciendo de una rutina. Sebastián, el Amo, y su esclavo, Alonso, empezaron a adaptarse cada vez más el uno al otro a partir del primer servicio. Todavía recordaban la mañana del lunes tras el primer fin de semana que pasaron juntos como Señor y sirviente, el cansancio del cuerpo de ambos, pero una firme convicción de seguir así.

Durante las siguientes semanas empezaron a verse cada vez más, e incluso salían de vez en cuando a comer, al cine o a algún museo. En esos momentos, cuando iban de paseo o estaban con sus amigos incluso actuaban como novios: se tomaban de la mano, se miraban con cariño. Sebastián, incluso, llegaba a darle besos de vez en cuando, al cruzar la calle o al verse en la universidad. Pero una vez que se encontraban en privado, Amo y esclavo se apegaban a la perfección a su dinámica. También, durante el resto del tiempo, cuando no estaban juntos, o estaban en sus casas, el Amo dictaba una serie de órdenes que Alonso obedecía cada vez de forma más efectiva y complaciente; por ejemplo, la primer semana después del servicio, su Amo le dispuso que, además de usar la castidad para él dispuesta, debía apegarse al protocolo de vestimenta brindado para las sesiones: usaba sólo ropa negra, suspensorios y tenía del todo prohibido usar calcetas o calcetines. Al llegar a su casa también debía desprenderse de todo eso, a pesar de no estar su Amo presente en esos momentos. Y, por supuesto, el esclavo obedecía, sufriendo sobre todo de la imposibilidad de masturbarse ante la excitación que le provocaba seguir las órdenes de su Señor, y por la extraña humillación que le provocaba vestir siempre de forma similar, sobre todo, por lo mucho que le disgustaban sus esqueléticos tobillos que ahora siempre estaban a la vista de todos.

Y después, claro, estaban los fines de semana que utilizaban para entregarse a sus posturas ahora naturales, uno dominando y castigando, el otro, sirviendo.

Su carácter se templó, sobre todo a partir de las desobediencias. Una era especialmente memorable para él. Casi al mes de servirlo, tras un fin de semana exhaustivo donde su único alimento habían sido los orines y semen de su Amo, le dejó la orden de no masturbarse, al mismo tiempo que le retiraba la castidad y le indicaba que, en su lugar, cada noche al llegar a su casa debería colocarse un plug anal sin retirárselo hasta salir, al día siguiente. Era una prueba a su voluntad y lo sabía. Durante unos días estuvo bien (era un alivio poder tener una erección), y a pesar de las reacciones naturales (muy constantes sobre todo al despertar y sentir algo ocupando su espacio anal) se mantenía. Pero ya el quinto día el Amo modificó la orden: por estar tan cerca su fin de semana de servicio, todo el viernes debería usar el plug, incluso en la escuela. Fue tal su excitación durante todo el día, al sentirse humillado y observado, y ante la incomodidad que producía caminar con tal objeto adentro de él, que al llegar a casa, sin aguantar, se masturbó dos veces hasta venirse. Acordó internamente no decir nada: al final, Sebastián no tenía por qué enterarse.

Al día siguiente, salió muy temprano de casa para llegar a las siete a.m. en punto a casa de su Amo, llevando el plug puesto y cumpliendo perfectamente con su código de vestimenta. Antes de entrar al jardín de la casa, se quitó los zapatos, y ya adentro, se pusó inmediatamente de rodillas, a la espera de la instrucción de su dueño. Había pasado una muy mala noche. A pesar de haber acordado no mencionar nada, no podía evitar sentirse culpable por fallar en su entrega a aquel ser que, sin quererlo, amaba como hombre y adoraba como Amo.

Su señor le retiró la ropa, salvo el suspensorio, y con la correa lo llevo al interior. Ya en la estancia dispuesta para sus azotes, le hizo tragar solamente dos escupitajos (como bienvenida) para después preguntarle sobre si había cometido su enmienda, a lo que respondió, esperando sonar convincente, que sí. El Amo lo dudo un segundo, pero inmediatamente pasó su mano por su cabello. Había ganado un premio, esa noche podría dormir en los pies de su cama. Era algo que ambos habían deseado desde el inicio, pero en éste momento, en lugar de reconfortarlo, enterarse de tal premio lo hizo sentir muy mal.

Durante el resto del día, Sebastián decidió seguir una dinámica más de Amo-mascota, que Amo-esclavo, después de desayunar y usarlo como urinal, decidió darle un baño para después, ahí mismo cogérselo con fuerza, con sus piernas y brazos atados, pero sin golpes ni ningún otro tipo de objeto. Finalmente, su joven Amo, desnudo y sudoroso, con el moreno y delgado torso manchado aún con un poco de jabón, le dijo: Ya que has sido obediente, y porque estoy seguro que llevas deseándolo semanas enteras, hoy podrás eyacular con mi ayuda.

Esa fue la gota que derramo el vaso. No pudo más. Su Amo estaba siendo muy bueno con él sin que lo hubiese ganado. Atado y desnudo en el piso, con la piel blanca hundiéndose en sus costillas conforme se agitaba la respiración, confesó lleno de tristeza lo que había hecho. El ceño de su Amo se fue frunciendo, pero más que enojo, Alonso pudo reconocer decepción. Lo había decepcionado. Él que, tan bien se había entregado desde el primer momento, había fallado a un pacto de obediencia entre los dos. Colocándose de rodillas como pudo, le pidió perdón.

-Sabes que debo castigarte ¿cierto?

-Sí, mi Señor, lo acepto con gusto.

Jalando de la correa y sin desatarlo, lo obligó a arrastrase escaleras abajo hasta el jardín. Ahí, recostando en la tierra, le colocó una máscara de cuero (que no tenía espacio para permitir la vista) y lo dejó desnudo bajo el sol durante horas. Reflexiona, le dijo. Y eso hizo. En medio de su reflexión temió que todo hubiese acabado, y que el hermoso joven que había conocido en la preparatoria, y al cual ahora se había entregado como esclavo, lo rechazara por su falta. Pasado un rato, empezó a llover sin que el sol se ocultara. Unos veinte minutos pasó bajo la lluvia, tiritando de frío, antes que su Dueño fuese por él. Sin desamarrarlo de las manos, pero sí de los pies, lo obligo a caminar agachado, como un preso o un condenado, hasta la sala de torturas. Alonso no pudo ver que frente a él estaba dispuesto un potro, para cabeza y manos, y que sobre la mesa, ardían tres enormes velas rojas y se disponían un látigo largo, una fusta, una vara de bambú, una correa metálica y una pequeña pila con dos cables. Todo fue visible hasta que, ya con las manos y cabeza inmovilizadas por el potro, le retiró la máscara, que sabía lo que venía.

-Has fallado a tu señor desobedeciendo. Pero fallaste más aún al mentir y no aceptar tu error. Por tu desobediencia deberás recibir treinta azotes con fusta y treinta con látigo y deberás ver sometido tu pene a gran dolor. Pero debido a la infidelidad de mentirme, recibirás también sesenta golpes con vara en espalda y nalgas, diez en testículos, y una serie de choques eléctricos hasta donde tu cuerpo pueda recibirlos. Es un castigo duro, pero has sido tú quién se lo ganó ¿queda claro?

Alonso estaba aterrado. Sabía que lo que venía quizá sería lo más difícil que había tenido que pasar con su señor Sebastián. Pero entendía sus motivos.

-Sí, Amo. Gra…gracias- Fue lo único que pudo decir.

Le colocó la correa metálica alrededor de pene y testículos, después de estimularlos hasta la erección, causando gran dolor, y tomando el látigo largo, indicó que contara justo para empezar a propinar el castigo. Los primeros diez apenas se sentían, quizá por la costumbre, pero al llegar al veinte, si piel se encontraba ya marcada por líneas rojas que ardían. Para cuando empezó con la fusta, sus fuerzas se encontraban ya diezmadas. Uno, dos, tres, cinco, siete, doce. Ahí se quebró. Unas lágrimas se le asomaron de los ojos. Pero en lugar de pedir piedad, simplemente dijo en voz alta: Le pido perdón por fallarle, señor, y le doy gracias por darme la redención.

De nueva cuenta, Sebastián encontraba en su siervo una actitud que no esperaba, una entrega que le enternecía y motivaba. Los siguientes diez golpes fueron incluso más fuertes por eso. Él no le estaba fallando al aceptar y aprender del castigo, y él no podía tener clemencia ahora que estaban en el camino de ser, el uno para el otro, algo que iba más allá del placer sexual. Eran pertenencias del otro. Al terminar, lo sacó del potro para atar sus manos a un arnés del techo, suspendiendo levemente el delgadísimo cuerpo frente a él. Antes de seguir con la segunda parte de la tortura merecida, miró la piel pálida de aquel hermoso ser para él. Vio no solamente las marcas de los últimos golpes, sino otras dejadas en servicios anteriores. Se sintió orgulloso de su esclavo, a pesar de la falla, tanto como el esclavo se enorgullecía de esas marcas por ser un símbolo de su propio desarrollo y aprendizaje: más aún, de su amor al Amo al que se había entregado y que, sabía ahora, lo castigaba por el mismo amor. Colocó las pinzas de ambos cables a sus pezones, causando enorme dolor, y mientras elevaba lentamente la corriente eléctrica y escuchaba los gritos de Alonso, empezó la descarga de azotes con vara que, tras tener contacto con la piel, dejaba unas largas marcas rojas en espalda y nalgas. El esclavo no podía contar y el Amo no se lo pidió. Solamente dejaba salir su dolor con gritos esporádicos que luego ahogaba con valentía.

Los primeros treinta se fueron rápido. Y antes de seguir, cambió los cables de corriente de los pezones a los huevos de su víctima, causando de nueva cuenta un enorme dolor. Bajó la intensidad, y así terminó con los otros treinta. Cada golpe sonaba fuerte, contundente, e iba acompañado de su correspondiente grito o quejido. Al terminar, la espalda estaba del todo roja, e incluso alguna líneas más bien moradas empezaban a formarse por toda el área. Sebastián y Alonso, a pesar de todo, estaban excitados. Pero el Amo sabía que quizá sería demasiado seguir. -Has aceptado bien el suplicio, perro, podía perdonarte los azotes en tu inmunda verga.

-No, señor. Por favor, que sean veinte. Debo aprender mi lección. Y sólo eso merezco.

Sebastián, sonriendo, aceptó la sumisión de su esclavo y decidió honrarla. Antes de los golpes, tomando una de las velas rojas, vació del todo la cera producida sobre el pene de su posesión. El choque fue certero, el pene se erectó con la misma intensidad con la que un grito del esclavo colmó la sala. Una vez hecho esto, vinieron veinte golpes, con fusta en lugar de vara, para alargar la resistencia. Terminado el castigo, siendo ya de noche, Sebastián decidió cenar y luego irse a dormir sin descolgar a su pobre sirviente, quien aceptó la realidad de dormir colgado como respuesta por su desobediencia y deslealtad. Hacía lo que él creyó sería la media noche, sus manos comenzaron a hormiguear. Pero cuando la situación empezaba a llenarlo de desesperación, escucho pasos bajando de la habitación. Su Amo, completamente desnudo apareció para descolgarlo y llevarlo, ésta vez de la mano, hasta el cuarto. Ahí le confesó que todo esto lo hacía porque era su responsabilidad como Amo, y que cuidar de él también conllevaba estas prácticas y castigos. Él entendió, y en un impulso perfectamente normal, se lanzó a los brazos de Sebastián para recargarse en su pecho por unos cuantos segundos. Pero el contacto no cesó. Y colocándolo de espaldas, su Amo empezó a penetrarlo con furia. Treinta minutos después, eyaculaba entre sus nalgas. Ambos se sintieron aliviados después de tal día de tensión.

Alonso sabía que no podía recibir el premio de dormir en la misma cama que su Amo, pero como leyéndole la mente, éste le dijo: Esta noche dormirás en el piso a mi lado. El esclavo se sentía muy afortunado. Acomodado en el suelo, y tomando una cobija que su señor le había arrojado, se dispuso a dormir, completamente agotado, pero inmensamente feliz. Antes de quedarse dormidos, Amo y esclavo se tomaron de la mano unos segundos. Sabían que estos sacrificios valían la pena para poder llegar a estos momentos en que, en confianza, se veían más entregados que nunca, los dos, juntos.

Por supuesto, a pesar del estímulo nocturno la reprimenda no cesó. Y durante el resto de la semana, Alonso tuvo que ir cada noche a casa de su señor para recibir cincuenta nalgadas, además de que se vio de nuevo con una castidad en sus genitales, sólo que ésta vez más estrecha e incómoda. Pero, aunque el suplició no cesó y él lo cumplía diligentemente, tras eso cada vez que se miraban, incluso actuando como novios cenando en algún restaurante, la relación de confianza se intensifico. Sebastián sabía que podía confiar en Alonso, y él, como esclavo, jamás desearía volver a defraudar al Amo que había logrado transformar su vida para hacerlo, así, como sirviente, como amigo, como novio y como amante, realmente feliz.

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