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Los franceses - VII

Written by: meame_y_hostiame

Luego de un par de horas en la carretera, Étienne comenzó a despertar. Aún con la vista algo nublada intentó leer los carteles de la ruta para saber dónde iban. En cuanto leyó que se encontraban cerca de Montpellier, se le tensaron todos los músculos del cuerpo.

  • ¿No pensarás…? - exclamó en ronquido agudo mientras clavaba las uñas de las manos en la base del asiento, como un animal que se sostiene al único peldaño que le separa de una caída.

  • No, no la molestaré. Ya bastante tuvo de nosotros. No la voy a meter en esto. - contestó Laurent, aunque realmente quería gritarle a su hermano que la culpa de todo era suya.

Étienne se relajó y se volvió a reclinar sobre la ventana mirando hipnotizado el pavimento granulado de su vida.

A Laurent le estaba costando concentrarse. Mientras conducía por la autovía, su mente viajaba en sus recuerdos. Al acercarse a Montpellier era imposible no recordarla.

No podía recordar exactamente cuándo la había visto por primera vez, pero si recordaba que había sido por la noche en la Avenue de Toulouse. Fue en esas calles oscuras, donde el comenzó su camino en la prostitución. No había muchos chicos por allí. Normalmente eran mujeres CIS, trans y travestis, una gran parte de ellas víctimas del tráfico de personas. Las que no, se habían agrupado para defenderse. Para los clientes, que pasaban por allí, no había mucha diferencia. Eran todas lo mismo y servían para lo mismo. Pero entre ellas, sabían claramente quién era quién.

La primera noche que Laurent se puso en una esquina, donde hay un taller mecánico, a esperar un cliente, dos de las mujeres se acercaron. Una mujer rubia con acento eslavo, ya madura, y otra más joven y de raza negra. Lo tomaron bajo sus alas y le explicaron las reglas de la calle.

A Hélène, así se hacía llamar, la vio transitar por esas calles algunas noches hablando con las trabajadoras. Le llamó la atención de inmediato. Era alta, quizás demasiado alta y rellenita para que su genero de nacimiento pasara desapercibido. No obstante, sus modales y su modo de vestir no era común en aquellas calles. Era elegante, femenina, recatada aunque sensual. Sabía como vestirse sin derrochar dinero. No confundía la sensualidad con la pornografía. Entendía la diferencie entre glamour y ostentación.

La vio hablar con las mujeres, a quienes siempre les decía “tú no eres menos que nadie”. “¡Allí llega la Comandante Hélène!”, decían sus amigas en sorna al verla aparecer aludiendo a sus espíritus revolucionarios. Realmente lo único que intentaba ella era que sus compañeras de profesión pudieran encontrar otra manera de ejercerla con menos peligros y dependencias.

Pero eso Laurent aún no lo sabía. Lolo era aún un chico asustado. Una cría que ha salido de la madriguera a buscar su alimento y ve por primera vez la inmensa fauna que habita en este bosque que llamamos mundo. Ese ser, a él le costaba aún verla como a una mujer, era algo exótico para él, con un halo casi divino que sumergía al espectador en una historia aún no contada pero llena de promesas. Por eso, a la vez, le resultaba amenazante. Las sensaciones que le provocaba eran inéditas. El chico la evitaba, y ella lo sabía. Ella no quería asustarle, por lo cual se dedicó a cuidarle desde la distancia. Él nunca lo sabría, pero esa primera noche, fue ella quienes envió a sus compañeras a protegerle.

Los carteles de la ruta ya indicaban la proximidad del peaje de la entrada a Montpellier. Sería el único peaje que pasarían, pues él sabía que las cámaras del mismo no funcionaban bien. El plan era entrar en Montpellier, pasar por la ciudad y continuar por carreteras secundarias hasta Marsella.

Al entrar en la ciudad, Étienne comenzó a mirarle inquisitivamente pero no recibió respuesta. Laurent había emprendido dos viajes a la vez, el de esa huida hacia un futuro incierto huyendo del inevitable desenlace y uno más caluroso y reconfortante, el que nos dan los recuerdos de los pasos que nos han llevado hasta el día anterior de nuestro error presente.

Al ver la publicidad de un supermercado Casino, recordó cuándo fue la primera vez que habló con Hélène. Él había llegado temprano, cerca de la hora del cierre del supermercado. Entró a comprar condones, pero tenía hambre. Tras pagar la renta de la habitación donde vivía con su hermano y comprar comida para este, sólo le quedaba suficiente para los condones. Los condones tenían alarma, pues estaban hartos de que los robaran, pero las chocolatinas sabía que no sonarían. Cogió una tableta de chocolate y unos condones. En el camino hacía la caja, perdió la tableta en el bolsillo de su abrigo. Pasó por la caja sin problemas, pero al dirigirse a la puerta notó que el guardia de seguridad se acercaba en dirección contraria.

  • ¡Lolo, te llevas mi chocolate! - se escuchó una voz a sus espaldas seguidas de un taconeo acompasado.

El guardia de seguridad, que ya había llegado frente a Laurent, miro por sobre sus hombros con una mirada descreída pero cómplice.

  • Es mi sobrino. Le he dicho que me cogiera un chocolate y va tan atolondrado por la vida que se lo metió en el bolsillo – dijo regalándole una amable colleja en la cabeza al chico y cogiéndole la tableta de chocolate del bolsillo – Ya regreso, que la cajera me espera – agregó con una sonrisa y volvió sobre sus pasos.

  • Agradécele a tu “tía”. La próxima vez quizás no tengas suerte – entonó con simulada amenaza el guardia de seguridad a Laurent.

Unos eternos segundos después, escucharon los tacones de Hélène anunciando su cercanía. Los dos hombres respiraron aliviados.

  • Aquí estamos. ¡Gracias, Pierre! Eres el mejor – le digo sonriendo Héelène al guardia de seguridad mientras cogía por el brazo a Laurent arrastrándolo hacia la puerta.

  • Sólo por usted, mi bella – le contestó galantemente el hombre mientras les dejaba pasar.

Ya en el parking, un espacio abierto frente al supermercado que los vecinos bautizaron el follódromo, pues tras cerrar el comercio se convertía en el espacio donde clientes y trabajadoras de la noche llevaban acabo las transacciones rápidas, Hélène volvió a darle una colleja en la nuca sin soltarle del brazo.

  • Eres tonto, niño. Mira que meterte en problemas por una tableta de chocolate. No se roba. Si necesitas comida, se lo pides a Hélène.

Esa noche, Hélène le contó su historia. Como había llegado con una beca a Francia para estudiar cocina, cómo descubrió quien era realmente, por qué se había quedado en Francia, incluso si implicaba trabajar como prostituta. Pero sobre todo, se interesó por él. Sabía que el chico no le contaba toda la verdad, pero no le importó. Lo que le importó es que él necesitaba ayuda.

Al día siguiente, Hélène recogió en un taxi a Laurent y a Étienne y los llevó a su piso. Vivía en un zona de clase media de la ciudad, en un bloque de edificios donde nadie hacía demasiadas preguntas y todos se dedicaban a lo suyo. El piso era cálido y acogedor. Tenía dos habitaciones con sus respectivos baños. Antiguamente, ella lo compartía con su novio. Pero un día, él decidió dejarla a ella y a la profesión. Él le pidió su parte del piso, ella le enseño el dedo del medio. Evidentemente, el hombre entendió el mensaje, porque se fue y nunca más volvió.

Los chicos dormirían juntos en el dormitorio vacío. Ella en el otro, que es donde también recibía a sus clientes. Laurent no quería llevar a sus clientes al piso, pues no quería exponer a su hermano a ello. Su hermano tenía prohibido salir de la habitación cuando la dueña de casa estaba trabajando.

Por un tiempo todo iba bien. Étienne estaba encantado con los cuidados de Hélène. Laurent se sentía acompañado y protegido. Los problemas comenzaron cuando el mayor de los hermanos comenzó a sentirse atraído por su anfitriona.

Étienne comenzó a sentir celos cuando notó que su hermano mencionaba de manera frecuente a la mujer. Estos se incrementaron cuando Lolo empezó a buscar excusas para estar a solas con ella. Pero explotaron cuando vio, desde la rendija de la puerta entreabierta, que intentaba besarla. A pesar de que ella le rechazó dulcemente, Étienne comenzó a llorar lagrimas de sangre causadas por sus uñas clavándose en la suave piel de sus manos. Al entrar en la habitación y verlo, Laurent le abofeteó.

  • Por imbécil – le dijo y sin pensarlo dos veces sacó su polla ya erecta, cargada de frustración y orgullo herido, y se la hizo tragar a la fuerza.

Esto ya se había convertido una rutina, donde hasta los sonidos guturales se acallaban. Los chicos querían protegerse de la que mirada de reprobación que auguraban recibir de Hélène, pero no podían contener sus pulsiones.

Lo único que detenía a Laurent ser más bestial en su ataque era eso, el que los sonidos llamaran la atención de su deseada. No obstante, luego de varios minutos y al estar llegando al punto en que la explosión definitiva era ya inevitable, hundió su polla con fuerza en la garganta de su hermano y, sosteniéndole la cabeza firmemente, liberó su caliente furia contenida en un chorro que desbordó por las comisuras y fosas nasales del chico.

En los días siguientes, Étienne siempre le esperaba para limpiarle el cuerpo, a veces con su lengua. Normalmente, Laurent se duchaba antes, pero en ocasiones volvía a la mañana oliendo a sexo y sudores compartidos de algún cliente.

Étienne no podía evitar querer borrar con su lengua el sudor de esos otros hombres a quienes detestaba. A veces, su hermano estaba tan cansado que sólo deseaba dormir. Incluso se dormía mientras el chico le seguía lamiendo y le practicaba una felación.

A veces, Laurent, en medio de sus sueños, casi sin tener noción de lo que sucedía, como poseído por un demonio, tomaba control de la situación, forzaba el cuello de su hermano contra el colchón, se le echaba encima y le penetraba salvajemente. Cuando el rubio comenzaba a gemir, le tapaba la boca y le comenzaba a gruñir en el oído amenazas, reproches e insultos, que a pesar de ser ininteligibles, se comprendían en su intención.

El menor de los chicos disfrutaba de aquello, el tener la polla de su macho dentro le hacía sentir útil, completo, feliz. Incluso el dolor de su violenta penetración le daba placer. Su agresión era hacia él, porque seguía siendo el centro de su mundo.

El fresco aire de las primeras horas de ese día ya anunciaba la cercanía del fin del verano, pero se disfrutaba colándose por la ventanilla apenas alzada del coche. Al pasar por el barrio donde habían vivido, Laurent tuvo el deseo travestido de miedo de ver a Hélène. ¿Seguiría ella por allí? ¿Estaría bien? Pero no, no podía verla. No podía dañarla. No podía involucrarla en todo aquello.

Siguió la marcha fijando su atención en el centro de la calle y evitando mirar hacia las aceras. No quería verla, no debía verla.

Pasado el tiempo, con cinco años más de vida, entendí porque ella al principio no aceptó sus avances, porque se le resistía. Aquello que tomó por desprecio, por rechazo, era realmente un modo de cuidarle, de protegerle. Aunque probablemente si este redactor se lo preguntara a ella, su respuesta sería un poco diversa.

La noche en que ella cumplía cuarenta años fue la noche en que él no aceptó un no como respuesta. No la forzó, simplemente, insistió dulcemente hasta derribar todas sus barreras.

Hélène estaba acostumbrada a tener sexo con chicos jóvenes, muchos de sus clientes lo eran. Niños bien con edipos mal resueltos. Pero este no era un cliente, era un poco suyo, su niño, a pesar de oler a hombre, tocar como hombre, besar como hombre.

Ella jamás se quitaba el corset cuando tenía sexo. No se encontraba cómoda sin él delante de la mirada de un hombre, como tampoco se quitaba su peluca. Hubo clientes que le ofrecieron pagarle el triple si lo hacía, pero ella nunca aceptó. Sin embargo, Laurent tomó el control total. Llegó un momento en que se dio cuenta que resistirse era perder la oportunidad de vivir.

  • Tranquila, mamá. Me pareces maravillosa y te deseo como a nadie – le dijo mientras besaba sus pechitos naturales abrazándola comenzaba a deshacer el lazo trasero que ceñía las carnes dentro del corset – Te deseo por todo lo que eres. Quiero que seas mía, llenarte de mí – añadió mirándola con deseo.

El telón de fantasía que mantenía restringido aquel cuerpo rollizo cayó y las carnes rebotaron en un chasquido de alivio. A Laurent aquellos pliegues, aquellas carnes le parecieron maravillosos, pero además, tuvo la explícita intención de que ella lo supiera. Por ello, comenzó a masajear, lamer y morderlos mientras subía hacia aquellos pechitos tan perfectos, que tantas mujeres envidiarían. Se prendió a sus pezones como la cría que adoran a quien le ha dado la vida. Le miraba ardiente mientras la veía gemir.

Laurent sentía su polla reventar. Sentía la piel tan tirante que le dolía. Jamás había estado tan excitado en su vida. Íntimamente disfrutó del dolor de Étienne si se enterase de ello. Le quería, pero a veces sólo le quería lastimar.

Laurent bajó hacia la pollita de Hélène, hacía su clítoris, como le llamaría desde ese momento. Se lo metió en la boca y jugó con él, mientras comenzó a jugar con los dedos en su culo. Estuvo un rato así. A pesar de que el clítoris no reaccionaba como él hubiera esperado, se la notaba excitada y hasta parecía que su coñito comenzaba a secretar un líquido, aunque probablemente fuera sólo sudor.

  • No puedo más, vida, te tengo que penetrar.

Sin poder articular palabra, un poco por la lujuria pero mayormente por la vergüenza que la causaba el haber sucumbido, Hélène señaló la mesita de noche donde guardaba los condones.

Con la práctica del profesional, Laurent enfundó su pene en la protección de látex y apoyó la cabeza en la entrada del recto de su deseada. Comenzó a penetrarla con inusual consideración.

Jamás había tenido cuidado al penetrar a alguien. De hecho era famoso y requerido entre sus clientes por su dureza, la misma que Étienne buscaba y necesitaba.

  • Dime si te hago daño, mi bien. No quiero destruir algo tan precioso como tú – las palabras brotaban de su boca sorprendiéndole incluso a él. Esa mujer, porque ahora la veía como su mujer, le estaba haciendo descubrir un mundo nuevo dentro de sí.

Inevitablemente la presión de aquella lanza monolítica en su máxima expresión le causó dolor a ella, que cautiva entre sus brazos se dejó hacer, ya entregada a lo inevitable.

La penetración lenta pero precisa se fue intercalando con momentos de más furor que hacían escapar gemidos de la boca de ella. Normalmente, en esa situación, Laurent hubiera tapado la boca del receptor de su pasión, o le hubiera abofeteado hasta que le silenciase, pero con ella no. Eligió sin pensarlo tapar sus gemidos con su cálida boca.

Al llegar al éxtasis, Laurent quitó su polla con prisa del condón y echó su ardiente líquido en la tripa y tetas de su amante. No pudo evitarlo, quería marcarla con su semilla, que el mundo oliera que le pertenecía. Luego cayó rendido a su lado.

Ella, con temor de que al haber concluido con aquel huracán líquido la primavera de los sentidos que disfrazó su cuerpo ante los ojos de su galán, su cuerpo desnudo le resultara revulsivo, tuvo el impulso de cubrirse, pero Lolo no la dejó.

  • ¿Qué haces, tonta? Ven conmigo mi bella Hélène – y la atrajo hacia su cuerpo desnudo abrazándola con él.

Ella se dejó llevar rogando que ese sueño no terminara.

  • Sé que no soy nadie, que no valgo nada, pero quiero que sepas que para mí eres la más bella de las princesas. Déjame ser tu príncipe aunque sea diez minutos al día.

Ya estaban dejando atrás la ciudad. Si hubiera podido, hubiera girado y vuelto atrás en busca de Hélène. Pero esa es la trampa de la vida, a veces es un camino que no se puede desandar por más que lo intentemos.

Mientras los edificios de la ciudad se alejaban en el horizonte una lágrima invisible se deslizó desde el interior de sus lacrimales hasta el fondo de su estómago.

Étienne respiró aliviado.

Laurent lo percibió le odió por eso. Desde ese momento supo que la relación con su hermano siempre sería la misma, un intenso desprecio superado por el amor y el compromiso, como un viejo matrimonio que no se puede separar pero que sólo desea hacerse daño.

Ya no quedaban rastros de Montpellier. Ya no había esperanza de ver a Hélène. Como París, había perdido Troya, pero más dolorosamente, a Helena. Como París, su camino era incierto y sin retorno. Pero París encontró nuevamente a Helena. Todo depende de quien escriba el guion. ¡Sí! Aún era posible volver a encontrarla. Había que aferrarse a la esperanza.

En ese momento, mientras el coche avanzaba por una ruta secundaria, las contestación que Hélène le regaló en aquel primer encuentro íntimo resonó en su cabeza:

  • Nunca dejes que te digan que no eres nadie. Vales más que el mundo para mí.

Los franceses - VII

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