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La casa de campo del amo (parte IV)

Escrito por: mall

El humor del amo cambió radicalmente después de que se hubiera corrido en mi boca. Pasó de tener un expresión seca, casi enfadada, a medio sonreír y a acariciarme la cabeza.

“Ya se me ha ocurrido lo que vamos a hacer. Ven conmigo fuera”. Se puso las botas otra vez, sin pantalones, cogió la vara de madera y salió.

Le seguí, llevando en mis manos la cadena con la que aun me tenía sujeto el cuello y me condujo hasta un árbol que había enfrente de la casa. Cogió la cadena de mi mano y la ató al tronco. Sin decirme más se metió en el cobertizo y al rato salió de él con algo que no identifiqué claramente, pero que parecían unos hierros medio desmontados.

“Ponte a cuatro patas, esclavo”. Evidentemente obedecí. Había gravilla en el suelo, así que procuré colocar las rodillas de la manera más cómoda posible.

Entonces me di cuenta de lo que el amo había traído. ¡Era un arnés para caballos!. Me paso un hierro por debajo del cuello y otro a la altura de la boca. “Muérdelo”, ordenó. Así lo hice, a pesar de que, al ser para caballos, era un hierro demasiado grueso y largo para sujetarlo correctamente.

“Vamos a cabalgar un rato” dijo, y se sentó sobre mi espalda. “¡Venga, cabalga!” gritó mientras tiraba de las riendas, obligándome a levantar la cabeza hacia atrás y dándome un golpe de vara en el trasero. El amo debía pesar 90 kilos perfectamente y yo 80 como máximo. Estaba desnudo a cuatro patas atado a un árbol con el suelo lleno gravilla. La única manera que veía de poder transportar ese hombre era apoyándome en mis rodillas, pero si lo hacía así me las iba a destrozar. Respiré profundamente, levanté las rodillas del suelo y empecé a caminar apoyándome solo con los pies y las manos. Como podéis imaginar eso fue un error. Cargué todo el peso del amo en mi espalda, que reacciono con un dolor que me atravesó como un rayo y se juntó con el daño que me hacían las piedras clavándose en la planta de mis manos y mis pies. Solté un grito y caí de bruces en el suelo, después de haber dado dos pequeños pasos.

«Vaya mierda de caballo que me he comprado. Venga, dame al menos una vuelta al árbol, coño.». Tres golpes de vara más.

Apoyé esta vez las rodillas en el suelo, hice fuerza con las manos y empecé a moverme, intentando ignorar el dolor de manos y de espalda. Cuando quise darme cuenta había dado toda una vuelta al árbol, de forma bastante patética, pero lo había conseguido.

El amo se bajó de mi espalda, resopló y me quitó el arnés. “Túmbate boca arriba”.

Me tumbé sobre la gravilla, mirando al cielo. No pude evitar pensar que hacía un día bonito y sin nubes, ya veis que tonterías se te pueden pasar por la cabeza en esta situación.

“Levanta los pies”.

Así lo hice y nada más tenerlos arriba volvió a azotarme la planta con la vara de madera, con un golpe fuerte y seco. Con las plantas de los pies doloridas por la vuelta que había tenido que hacer, el golpe de la vara fue terrible. Solté un grito de dolor con la vana esperanza de que el amo viera cuánto me dolía y se apiadara de mi. “¡He dicho que no quiero oírte! Cada grito que oiga serán tres golpes más”. Me mordí la lengua y esperé el segundo golpe, que llegó sin tardanza. El dolor fue insoportable. Cada golpe que me dio fue peor que el anterior. Cuando iba ya por el sexto gemía continuamente con la boca cerrada y lágrimas en los ojos. Al llegar al décimo golpe paró.

“Esto ha sido por la mierda de vuelta que has dado. Pero como sé que te has esforzado, te toca también un premio”.

Entonces el amo se puso sobre mi y se sentó en mi cara, aplastandomela.

«Venga, chúpame el culo, dale placer a tu amo, y disfruta».

Casi no podía respirar. El amo estaba totalmente apoyado en mi cara, aplastándome la nariz y tapándome la boca. Como pude abrí la boca al máximo, cogí aire, y saqué la lengua, lamiendo cualquier parte del amo que podía alcanzar. Decidí usar mis manos para abrirle un poco las nalgas y entonces mi lengua se encontró con el agujero de su culo. Al principio lamía de forma nerviosa y rápida, me costaba respirar y no estaba nada cómodo tumbado en el suelo. Pero poco a poco me tranquilicé y comencé a disfrutar de su culo más lentamente, saboreándolo, dejándome llevar por el magnífico aroma que desprendía. «Así, esclavo, sigue». El amo estaba complacido con lo que le hacía y eso me animó a hacerlo todavía mejor. Aprovechaba mis manos para abrirle más las nalgas, duras como piedras y poder llegar con mi lengua cada vez más lejos. El amo abría y cerraba el culo, ayudándome a alcanzar todos los rincones.

Quizás estuve media hora o más en esa posición. Cuando el amo se levantó yo tenía la cara cubierta de babas y sudor. Sin decirme nada otra vez el amo se metió en la casa. Los diez minutos que tardó en volver los aproveché para sentarme cómodamente apoyado en el árbol y descansar.

El amo salió de la casa con un plato en el que había dos bocadillos. Acercó al árbol una pequeña mesa de jardín, de esas de metal, vieja y maltratada por el tiempo, y una silla de plástico. Dejó el plato sobre la mesa y desató la cadena. Pensé que el amo me iba a dar una tregua y me iba a permitir sentarme en una silla para comer, pero, como siempre, estaba equivocado.

El amo dio un fuerte tirón a la cadena, que me tumbó en el suelo y me arrastró hasta que mi cabeza chocó contra el tronco del árbol.

«Siéntate y apoya la espalda en el tronco», ordenó, y como pude obedecí lo más rápido posible. Era claro que el buen humor que había notado en el amo se había desvanecido.

En esa posición el amo dio varias vueltas a la cadena alrededor del tronco y de mi cuello y la aseguró con uno de sus candados. Me quedaron las manos libres, pero poco podían hacer con mi cabeza totalmente inmovilizada. La cadena estaba tan apretada que me costaba respirar y ni siquiera podía bajar la cabeza.

El amo se sentó en la silla y empezó a comerse el bocadillo, tranquilamente, desnudo con sus botas puestas, mirándome con desinterés. Cuando acabó con primer bocadillo empezó con el segundo, pero esta vez se levantó y se puso delante de mi, con un pie a cada lado de mi cuerpo y el bocadillo en una mano. Delante de mi sólo podía ver su cintura, con sus genitales al aire. Era obvio que el amo iba a mearme otra vez, pero, otra vez, me equivoqué.

El amo me puso su mano en la boca, obligándome a abrirla, y cuando quise darme cuenta me había metido una pasta extraña. Estuve confuso unos segundos sin saber qué estaba pasando, hasta que me di cuenta de que el amo me estaba dando de comer el bocadillo masticado de su propia boca. Al principio me invadió una sensación de asco terrible por la textura que tenía aquello que me metía y me costó mucho tragar, pero no tardé en acostumbrarme y a disfrutar de lo que notaba. La saliva del amo mejoraba notablemente el sabor de la comida.

Al final disfruté con lo que estaba pasando e incluso le lamía los dedos al amo cada vez que los sacaba de mi boca. El amo fue dándome trozos de bocadillo masticado hasta que lo y pasó a jugar con sus dedos dentro de mi boca un buen rato. Me gustó tanto ese momento que empecé a gruñir como si fuera un perro, cosa que pareció gustarle al amo porque rio al oírme.

“Me gustas. Te esfuerzas en ser un buen esclavo. Vamos a ver si avanzamos un poco más”.

La casa de campo del amo (parte IV)

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