La plomosa 6 (Los miedos de un padre): Soluciones.

Los capullos de los olivos habían reventado en todo su esplendor, y unos fuertes vientos que se dejaban venir desde lo alto de las montañas azotaban el pequeño llano de la propiedad. Ligeras lloviznas, casi siempre durante la mañana, hacían que mis labores dentro de la casa tomaran más tiempo, debido a que las botas que antes metían polvo, ahora llevaban barro y tenía que cepillar y fregar los pisos con mayor cuidado: el comisario se tomaba muy en serio la limpieza de ese entorno. Para mi fortuna; los dormitorios de los guardias estaban ubicados en bodegas traseras, y formaba parte de su disciplina el mantenerlos en orden por si mismos. Este cambio también significó un pequeño desplazamiento en los horarios de comida. Mis horarios de trabajo también se recorrieron, ya que los días eran cada vez más largos; por lo que lo único que fue recortado fueron mis horas de descanso en la noche.

Cada vez me eran más tolerables los azotes, tanto de las varas como de los gatos de varios tientos que usaban para mantenerme alerta en el trabajo. Sin embargo, su eficacia no había disminuido; ya que lo que al principio se convertía en un esfuerzo de mi voluntad por esforzarme más para que se detuviese el castigo; ahora se había convertido en una respuesta a una señal conocida que me incentivaba a emplear más fuerza y concentrarme más. Mis pies, que en las primeras semanas terminaban sangrando a menudo, ahora tenían el grosor del caucho; y me descubrí algunas noches arrancando espinas que apenas me molestaban.

En cuanto a mi vida en la plomosa; bueno, la verdad es que la vida de un esclavo se vuelve rutinaria. Ni siquiera una azotaina terrible llega a marcarse en las memorias como un asunto importante. Quizá el último cambio trascendental fue aquél episodio de la sangre; pero incluso eso se volvió habitual. Supe que fue decisión del comisario, con la recomendación de López, permitir que mi hijo me extrajera una unidad de medio litro de sangre cada dos días. Al principio me preguntaba qué pretendería hacer con ella; pero al final también terminé por asumir que no era algo que me debiese importar. Además; cuando hacía mi donación; siempre aparecían Benítez o Montes en mi bodega, y tenía derecho a una segunda ración de alimento; ya que usualmente solo podía consumir la de la mañana.

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Yo lamía las botas del comisario mientras él jadeaba y disfrutaba de un cigarrillo. Le estaba muy agradecido; pues desde que me pusieron la jaula de castidad, no me había podido descargar las bolas: esa tarde le había encargado a Montes que me cogiera hasta hacerme venir, y este aprovechó para ensartarme hasta quedar exhausto. Parecía mentira que, a mis años, no conociera un orgasmo prostático: me dejó estúpido durante casi diez minutos. La luna y las estrellas brillaban, el permanecía con su pecho descubierto a pesar de que el viento estaba soplando. Esperaba que no adquiriera un resf...